El trazo de la norma · 14 de mayo de 2022

A principios de abril, el Departamento de Defensa de EEEU anunció la liberación del ciudadano argelino Sufian Barhumi; varias semanas después, Hassan bin Attash -que era menor de edad cuando lo detuvieron en Karachi- corrió la misma suerte. Los dos llevaban veinte años en la prisión de Guantánamo, en circunstancias idénticas a la inmensa mayoría de los 780 detenidos desde el año 2002 y de los treinta y nueve que siguen allí: sin que se presentaran cargos contra ellos y, según las propias autoridades de la potencia americana, sin haber tenido relación directa con ningún acto terrorista. Por supuesto, las dos noticias brillaron por su ausencia en la prensa occidental, como sucedió en su día con el enésimo informe de la ONU, donde se lee: «Guantánamo es un sitio de notoriedad sin precedentes, definido por el uso sistemático de la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes contra cientos de hombres llevados ahí y privados de sus derechos más fundamentales». Para los grandes medios, la infamia de la base de EEUU es agua pasada, una anomalía que no mancha el pulcro historial del país hegemónico; para los grandes medios, Guantánamo es lo que no sería nunca si el culpable fuera Rusia, China o Irán, por ejemplo: una excepción lamentable, pero excepción al cabo.

Escribo estas líneas pocas horas después de que las fuerzas de ocupación de Israel, el segundo gran beneficiario de dicha excepcionalidad, asesinaran a la periodista de Al Yazira Shereen Abu Aklek. Excepción tras excepción, el sionismo ha arrebatado su país a todo un pueblo y lo ha sometido a un régimen de apartheid que pasa desapercibido en portadas, telediarios, series de televisión y demás, aunque haya costado la vida de decenas de miles de personas en lo que va de siglo. Palestina no es Ucrania, y la muerte de Shereen no podía ser menos barata a efectos de opinión pública que la de José Couso y tantos otros, porque ningún proceso de manipulación social generalizada acaba bien sin destruir la memoria, es decir, lo que permite que se una la línea de puntos y se descubra que las excepciones forman el grueso y continuado trazo de la norma. Cuando no es Guantánamo, son las cárceles afganas; cuando no es Abú Ghraib (¿alguien se acuerda de Abú Ghraib?) son las prisiones clandestinas en terceros países y, si es necesario, se llega a extremos como el de los 280.000 hombres, mujeres y niños que pasaron por los campos de detención de Irak, en imitación ciertamente democrática de lo que hace Israel con los palestinos y el campeón mundial de la represión con sus propios ciudadanos: más de dos millones de estadounidenses presos, de los que el 70% son negros e hispanos en general, con independencia de su color.

A estas alturas, ya debería estar claro que la civilización de Washington y amigos se escribe con c de crimen e i de impunidad, que desde luego corre a cargo de la prensa. Pueden invadir, bombardear y torturar a su antojo sin temor a sanciones, embargos o expulsiones de organismos internacionales; pueden censurar lo que les venga en gana y acallar cualquier voz con la seguridad de que el entramado mediático blanqueará sus actos e impedirá que se entienda el conjunto, la verdadera imagen, el contexto general del que forman parte Sufian, Hassan, Shereen, José. Pero, sin ánimo de alimentar falsas esperanzas -sin reacción popular, todo es reaccionario-, es posible que el capitalismo haya ido demasiado lejos con su espectáculo de imposturas, excepciones reiteradas y eliminación radical de la disidencia; por lo menos, hasta internarse en las dos últimas líneas del poema de Bertolt Brecht que cita Arendt en su conocido estudio sobre la banalidad del mal: «Quien vea lo que haces/ echará mano al cuchillo». Mal asunto.


Madrid, mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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