La Palma, 13 · 21 de noviembre de 2010

Y bien, ya estamos de vuelta, buscando cajas de cartón para meter todas las cosas que se meten en cajas de cartón, incluidas otras cajas que llevan tanto tiempo cerradas, una rectangular y de cuero, una larga y estrecha, que se han ganado el derecho a permanecer así, sepulcro seguramente de objetos inútiles.

En esta ocasión, la casa que se deja atrás tenía la virtud de encontrarse en una calle de las que valen un pedazo de vida, la Calle de la Palma. Mañanas perfectas, imposibles de creer para los que sólo conocen la noche del barrio, y tardes entre el pulso de la ciudad y el silencio de un laberinto. Se puede pedir más, pero no al paisaje; tampoco a la concurrencia de unos meses con un puñado de vecinos: la pareja de ancianos, la rubia del perro, la china del chino de abajo y, desde que se marcharon los enamorados a gritos, una actriz que guarda varias docenas de bombillas.

Ahora viene lo fácil; con el paso del tiempo, de la gente y de las mudanzas, se aprende a estirar los principios y a disfrutarlos como principios reales incluso si son demasiado obvios y llevan etiqueta. Sin techo, bien; sin dinero, bien; sin futuro, bien; factores total o parcialmente externos, dados por una combinación arbitraria de suerte, contexto y pocas veces, menos de lo que piensan los privilegiados y los idiotas, decisiones. Pero siempre habrá una luz distinta. Y algo parecido a un cambio de baraja.

Noviembre, Madrid. Según parece, el ordenador funciona y la Hispano-Olivetti del treinta y pico pesa lo mismo que la última vez. Excepción hecha de las dos cajas cerradas, todo lo sobrante, todo lo que no sea apto para alimentar palabras, ponerse un café o servir razonablemente a un cuerpo, será desechado. No es un gran margen de maniobra; pero ese espacio, qué se deja, qué se mantiene, sabe a margen de libertad.



— Jesús Gómez Gutiérrez


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