Nosotros · 24 de junio de 2011

El retrato se pintaba en vida y se guardaba hasta el fallecimiento del modelo; después, sus parientes lo cosían a los lienzos del cadáver o lo adherían al sarcófago que, según Herodoto, se conservaba en una cámara funeraria «donde lo colocan en posición vertical, pegado a la pared» para tener sus ojos a la altura de los ojos y mirarlos al pasar.

Ya van dos mil años desde entonces, pero los retratos de Fayum, los de aquellos habitantes griegos del Egipto romano, nos miran como si fueran de hoy. Es por su naturalismo, casi fotográfico. Es por las caras, como las nuestras, caras familiares, contemporáneas. Es por su expresión, de emociones y pensamientos congelados en los que todos nos podemos reconocer. Es por una estética que, en la mayoría de los casos, se distingue poco de la actual.

Como las inscripciones de Pompeya, los rostros de Fayum nos recuerdan que la luz que atisbamos tiene un origen más distante que la Ilustración y el Renacimiento. Somos más de lo que creemos ser. En el siglo III se interrumpió su producción, de carácter masivo, y quedó un vacío hasta que Pietro della Valle los redescubrió en 1615 y llevó algunos a Europa; pero al mirarlos, no se puede deducir que la vida entienda de interrupciones. Obviamente, nosotros no estuvimos en Fayum; no somos ellos. Obviamente, ellos están aquí; son nosotros.

Madrid, San Juan.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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