Los Smiths en Camoens · 25 de junio de 2011

Falta una hora para el concierto de los Smiths en el Paseo de Camoens cuando entra en el local largo, estrecho, de luz azul. Todavía le duele un poco la cabeza, pero no de resaca; no ha sufrido una resaca en su vida, que entonces es corta, cuatro manos con sus dedos; tampoco las tendrá cuando los doble. Es que no ha comido desde que la noche anterior acabó en el piso de Marta con Álex y Marta y luego, tras follar un rato con ella, la dejaron plantada y se pusieron a jugar al risk. No todo es lo que Marta quiera, cuando Marta quiera, como Marta quiera.

Se acerca a la barra y pide una cerveza; se la sirven en un vaso estrecho, de tubo, que levanta para mirar el dorado y las burbujas contra la luz y las botellas de los estantes. Hay alguien con él, pero no tiene forma. Como esto es un recuerdo de veintiséis años después, sólo sabe que estaba con alguien y que hablaban de algo. También sabe que en algún momento sonó una canción de Parálisis Permanente y que se preguntó por qué iba a ver a los de Morrissey al final de la ciudad, al fondo a la izquierda, junto a Moncloa. Si encontró una respuesta, se quedó en el bar. Le hablaban, respondía y a veces pensaba en Marta y en el calcetín que había dejado en la frente de Álex, dormido en la moqueta.

Faltan veinte minutos para el concierto de los Smiths en el Paseo de Camoens cuando salen del local y zas, las paredes desaparecen de repente y dos caminan entre los árboles. Es imposible, por supuesto. Cruzaron calles, grandes y pequeñas, pero no están en la memoria; se podría llenar el vacío y decir que fueron por aquí y por allá; incluso se podría llenar el vacío con precisión, porque sabe dónde estaban y por dónde habrían ido. Pero se trata de hablar de esa noche, de lo que efectivamente recuerda, así que caminan entre los árboles en una noche cálida, de mayo, cerca de Escuela de calor, hasta que la compañía sin forma se pierde.

Al cabo del tiempo, se dirá que fue una noche mítica. Bueno, casi todos los hechos colectivos son míticos cuando confluyen en ellos los deseos de muchos. Quizás lo fue. Eran los Smiths, en Madrid. Pero la desgana de ese chico, ya en la multitud, no se debe a que sea más de los Clash, sino a que, en época de maravillas, una resalta poco. Cuántas veces echará de menos el espíritu de esa ciudad. Mejor que no lo sepa. Atrevimiento, irreverencia, libertad, pasión. Los hizo a él y a otros parecidos y luego retrocedió al mundo enfermo de prejuicios, uniformado, no tan gris como el de su infancia pero casi; un mundo que debía morir.

Al final del concierto, Marta apareció sin Álex; estaba con un grupo en el césped, siendo ella. Hubo un beso largo y una carcajada y tras el beso y la carcajada, un adiós. Marta le había destrozado el corazón de cien formas distintas y le había dado uno nuevo. No fue breve, no fue rápido, no fue fácil, pero mereció la pena. Entre las ventajas de aprender a amar, está la de no manchar el oído con factores ajenos a la música: las canciones del Paseo de Camoens le suenan igual en junio del año 2011 que en mayo de 1985. Vale, es más viejo. Y qué. Además, estos días de revuelta son los mejores desde entonces; tienen su alma.

Madrid, junio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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