Revolución · 3 de enero de 2012

Que el tren se va a parar, es evidente; frena, intenta acelerar, fracasa y pasa a una sucesión de trompicones. Tras el cristal de las puertas y de las ventanillas, la cartulina negra del túnel adquiere las líneas verticales y horizontales de los ladrillos. Ya está. Se ha parado. Entre Tribunal y Gran Vía. Después, el conductor sale de la cabina y cruza los vagones abriendo y cerrando puertas a su paso y arrastrando casi todas las miradas.

Una de las miradas que no arrastra es la de la chica que está apoyada al principio del primer vagón, en el mamparo. Lleva un gorro años veinte y una bolsa grande que deja entre sus pies. «Regalos de Reyes», dice refiriéndose a la bolsa, por donde asoman varios libros, una rama, un búho de plástico y lo que, en principio, parece un ordenador envuelto en una bufanda, aunque en realidad es una máscara de Gorgona. En respuesta a la información, el hombre de su izquierda asiente y se cruza de brazos. No van juntos. Se conocen de vista y del frío, porque ella no estaba allí antes del frío; apareció por primera vez cuando el otoño se hizo invierno y sus encuentros, siempre bajo tierra, se han vuelto habituales.

Como los minutos pasan y el tren sigue parado, la gente empieza a hablar. Se protesta por la avería en conversaciones y llamadas telefónicas; se pronuncian palabras de enfado y palabras de resignación y aburrimiento que, poco a poco, decaen hasta el silencio anterior con una diferencia pequeña, apenas perceptible: la canción que la chica del gorro años veinte y la bolsa grande tararea. «¿Regalos de Reyes?», ironiza él. Las luces titilan y el vagón se queda a oscuras.

Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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