Mustang · 18 de octubre de 2013

Mira qué bien; están rodando detrás de la Gran Vía, justo en el vértice de la i griega bocabajo y un poco mustia que da a la plaza que llaman Luna y no lo es. Mucha luz, una serie de televisión. Sobre la puerta nornoroeste del Palacio de la Prensa han colgado un cartel luminoso de club ficticio y nombre originalísimo, nunca escrito en los anales de la palabra y la imagen, Lolita. También se ven tres tipos disfrazados de policía que parecen tres hermanitas de la caridad y, al fondo, lejos de la gente, solo bajo un foco solo, un coche tan habitual en el Madrid de ayer y de hoy que se me saltan las lágrimas del realismo y la verosimilitud: un Mustang del 66.

Pero de todo sale algo bueno, aunque sea de rebote y contra el todo. En un despiste de los vigilantes, dos niños se acercan al Mustang y le echan asombro a su rojo Marilyn. De repente, el turista metálico tiene posibilidades que no estaban en el guión; podría ser una lanzadera en el típico capítulo de space opera con visita a civilización pre warp, un palacio donde dos antihéroes de manga extrañamente afines a Gracián y Chesterton persiguen a Mary Poppins o una chatarrería móvil para que Riddick pase de su gloriosa muerte por taza de té a, por ejemplo, muerte por manguito. En resumen, no hay forma de saber qué relatos provocará un Mustang aparcado una noche donde normalmente sólo hay patrulleros o alguna furgoneta en carga y descarga. De la caspa que se le cae a algunos nace el fuego de otros. Y así, la vida.

Me lo recuerdo a mí mismo, por la rabia que a veces pierde el genio y vacía las cosas, aunque sospecho que no soy el único en esa situación. Cuesta dar un paso más haciendo algo más que dar un paso; cuesta salirse y ver las escenas importantes e, incluso siendo capaces de verlas, cuesta. Pero ya me callo; tengo que robar un coche.


Madrid, octubre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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