La jornada · 27 de noviembre de 2013

Hace frío, por qué negarlo; y más que va a hacer, si en esta casa pasa como en tantas, que no se enciende ni un radiador por no gastar, es decir, por no tener para gastar, y peor ahora que los de abajo y los de arriba tampoco tienen, así que el suelo es del Polo Norte y el techo, del Polo Sur. Sin embargo, el refranero dicta que, mientras hay vida, hay obligaciones (¿esperanza? Sí, ya, también hay picores y no se vive de ellos); así que, pertrechado de lanas, pieles y muñequeras, éstas últimas por el oficio, que casi es de sostener mandoble, emprendo la jornada como testaferro provisional de las palabras de otros, que concilio malamente con las de mi cosecha.

Esto es lo que diré al respecto: «Anima saber que a veces se escriben buenas líneas». Esto es lo que me digo siempre, a dos voces, al final:
—¡Implacables en el combate... !
—¡Generosos en la victoria!
Sarcasmo mío. Apego mío. Seguro que alguien sabe de dónde viene y que, entre los que no lo saben, habrá alguno que lo busque.

En fin, el caso es que antes, durante y después de que las manos se me vayan quedando de hielo en invierno o de abismo de catarata en la propina (es cierto que Madrid sólo tiene dos estaciones), uso los instrumentos de mi profesión para prestar estocadas, fintas y hurgonazos al dudoso jornal del bien común, porque no creo que el bien común deba ser de las horas libres. Y al igual que yo, muchos que viven en casas como ésta y muchísimo más frías que ésta. ¿El alma al suelo? No, se nos cae al inframundo. Hela ahí, bien jodida; pero trepa, eso sí, cuchillo entre los dientes.

Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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