Precioso · 19 de mayo de 2014

Están junto a una mesa, vendiendo sus cosas: camisetas con consignas, chapas. No están para vender, sino para hablar, explicarse, participar en actos, lo típico. En cierto modo, la mesa es ornamento; siendo el suyo un asunto de ideas y siendo las ideas perfectamente inmateriales, su tenderete tendría que estar vacío; pero nadie quiere un tenderete vacío, así que en estos casos se pone una mesa, se viste con carteles y si se sacan unas monedas, tanto mejor. La cartelería no se paga sola. Las pancartas no se pagan solas. Las huchas de resistencia no se rellenan solas.

Eso es así y el sol cae de plano sobre la tela del tenderete cuando un hombre adulto, mucho mayor que las dos chicas de la mesa, se acerca en un momento de tranquilidad.

—Os estáis metiendo en un lío —dice. ¿Advertencia? ¿Amenaza? Su tono apunta a la amenaza, pero si no lo fuera apuntaría igual porque es el tono de un policía de paisano; en concreto, de un tipo de policía que viste especialmente de paisano. Las chicas se dan cuenta; lo captan al instante—. Dejadlo mientras podáis.

La conversación no llega al minuto, contando el desconcierto inicial de las dos. «¿Quién es usted?» —réplica. «Dejadlo y no se tomarán medidas» —contrarréplica. «¡Otra vez como en la dictadura!» —protesta. «No, esto es peor que la dictadura, pero no lo sabéis» —punto final. El hombre da media vuelta y se va como se suele decir, por donde vino. Hace un día precioso, casi de verano.

Madrid, mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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