Odiseo · 4 de agosto de 2014

Largo ya el camino de Odiseo, olvidados ya el primer transbordo y el segundo —adiós líneas morada y roja, hola azul—, ve «12 min» en el aviso de los dioses y, a falta de banco, se sienta junto a, contra la pared. Hace calor. El viaje es siempre caluroso, siempre de aire denso (¿qué es más manido? ¿la descripción? ¿el viaje?), y no está exento de amenazas y aventuras. «Qué digo exento —piensa Odiseo, sirenas en los cascos—, si todo aquí es peripecia y empresa malograda» o desesperante: la espera sin noticias, la espera como hado, puertas que fallan, escaleras que fallan, goteras, lluvias de escayola, personas que no pueden entrar ni salir, «qué digo personas: animales de andén y de vagón» que, a veces, perdida la paciencia, se enfrentan a la guardia; a veces, llamada la guardia, los saca a empellones y, a veces, en mitad de un túnel, allí donde no hay guardia, fuerzan la salida y caminan entre ratas y tinieblas hasta la estación más próxima. «Nada de esto —piensa Odiseo, buscando el septentrión— importa arriba» y, si importa, «no importa mucho ni mucho tiempo», pues somos viajeros del ciclo subterráneo, sólo la mitad del mundo, más de la mitad del mundo; «pues somos» Metro a metro viejos que se arrastran, jóvenes de cólera «y yo, navegante, ¿de qué?», largo ya el camino de Odiseo, en fin de semana de estío, en fin.

Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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