Cavar más hondo · 30 de junio de 2011

No somos muchos cuando dejo Sol; algo más de mil personas que, a final de la noche, bajarán por Alcalá entre gritos de apoyo a los ciudadanos griegos. Es miércoles, día laborable, y la gente sigue sin entender que el destino de Europa se está jugando en Atenas. Se aplasta a un país para rescatar a la banca francesa y alemana, dicen. No, ni siquiera es tan fácil. Se aplasta a un país para rescatar lo que se pueda del modelo económico que nos ha dejado en esta situación, pero con una diferencia: la sociedad de los tres tercios de Peter Glotz se ha invertido; ya no serán uno de ricos, uno de clase media y uno de pobres, sino uno de ricos y dos de pobres.

Lord Byron, tan rimbombante con sus cosas, decía en su «Himno a Grecia»: nunca esta tierra habitarán esclavos. Obviamente, estaba pensando en los griegos, no en su futuro Parlamento; nadie podía imaginar a principios del siglo XIX que, casi dos siglos después, los Parlamentos de los países democráticos estarían más cerca del Antiguo Régimen que del espíritu de 1789. Adiós a la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ya no aspiramos a sociedades de hombres y mujeres libres donde no haya sitio para la pobreza y la explotación. Qué estupidez. Ahora sólo aspiramos a lo que el sistema decida conceder cuando la nueva aristocracia controle hasta los aspectos más insignificantes de la economía.

En uno de sus editoriales para Combat, Albert Camus resumía los motivos que llevaron «a tantos franceses de la debilidad a la traición» frente al fascismo: «En Francia, existía una sabiduría trillada que explicaba a las nuevas generaciones que la vida está hecha de tal manera que es preciso saber hacer concesiones, que el entusiasmo tiene su momento y que en un mundo donde los listos tienen forzosamente razón, hay que tratar de no equivocarse. En eso estábamos. Y cuando los hombres de nuestra generación se sobresaltaban ante la injusticia, se los convencía de que era una emoción pasajera. Así, poco a poco, la moral de la comodidad y del desengaño se fue propagando.»

Los listos de hoy dicen lo mismo que los de entonces. Es lo que hay, no se puede hacer más. A golpe de crédito, convencieron a la mayoría de que la desgracia de su vecino era una consecuencia terrible, pero necesaria y en todo caso marginal, del crecimiento económico; roto el juguete, sólo les falta apelar al orden natural para justificar la injusticia. Todavía hay diferencias en los Parlamentos, pero ya no son de principio, sino de grado: explotar más o menos, arrojar más o menos migas. La tragedia de la izquierda estriba precisamente en que ha dejado de creer en un mundo distinto. Si queremos salvarnos, tendremos que cavar más hondo, hasta la condición humana. Y demostrar que la condición humana puede ser peligrosa para el poder.

Madrid, junio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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