Un hombre moderno · 28 de agosto de 2011

Nuestro presidente es un hombre con sentimientos, un hombre moderno, sin inhibiciones que le impidan reconocer sus debilidades en público. Cada cierto tiempo, alguno de sus mensajeros informa a la población de las tensiones y disgustos que le causa el ejercicio del poder. Lo pasa mal. Le duele. Sin embargo, se sobrepone y toma decisiones difíciles que, en todo caso y en todas las circunstancias, son según confiesa las menos duras que puede tomar.

Este viernes, en el Consejo de Ministros, el hombre moderno llegó con una angustia nueva. Había sido una semana difícil. No contento con obligarlo a cambiar la Constitución, el destino lo forzaba ahora a llevar los contratos de formación hasta los 30 años y suspender la obligación de convertir contratos temporales en fijos. Todo muy prosaico. Ni grandes batallas ni grandes ideas ni grandes banderas. Contratos, legalismos. Que habrían sido el no va más del vacío existencial si el destino también lo hubiera forzado a poner un impuesto a las grandes fortunas y subir los tramos más altos del IRPF. Afortunadamente, Dios aprieta pero no ahoga.

Algún día podremos juzgar sus actos sin las distorsiones de la urgencia. Cuando descubrió que el mundo se hace con sangre, tuvo varias opciones: podía dimitir y negarse a participar en lo que se avecinaba; podía seguir y oponerse a lo que se avecinaba y, por último, podía formar parte de lo que se avecinaba. Se decantó por la tercera opción. Asumió su responsabilidad. Desde entonces, aprueba leyes que destrozan la vida de millones de personas y cercenan el futuro del país. Pero le agrada pensar que ninguna de esas leyes afecta a sus amigos, a sus familiares, a los de su clase. Y el dolor es menos porque, después de la tormenta, los suyos se habrán salvado.

Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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