Profesores · 28 de noviembre de 2008
Fue Pilar quien nos abrió la puerta a la obra de Juan Marsé. Aún conservo aquella edición de Últimas tardes con Teresa, lo cual dice más de mi opinión sobre ella, sobre Pilar, que de mis gustos y de cierto talento para conservar en buen estado las ediciones baratas: dice en cuánto valoraba yo su criterio. Porque Últimas tardes no me gustó la primera vez ni la segunda. Tenía todas las papeletas para acabar de regalo o desaparecer entre mudanzas con la trampa preferida de mi atención, el ojos que no ven. Pero siguió en las estanterías y, años después, con menos fundamentalismo, volví a leerlo.
Ayer, cuando supe de la concesión del Cervantes a Marsé (Barcelona, 1933), pensé inmediatamente en Pilar y en sus clases matinales. COU A, Moratalaz III que luego sería Mariana Pineda, sol y ventanas a la piscina de la Elipa; un mundo muy diferente al mío, Vallecas. Aunque ahora no se note tanto, los veinticinco metros del puente del Garden venían a ser el paso a otra dimensión; una de niñas bien, o eso me parecían entonces, empeñadas en tomar a macarras de barrio por obreros con conciencia social. Que en mi caso acertaran, es irrelevante; que las trepas fueran ellas, también. Sólo lo menciono a efectos de contexto.
El tiempo marca arrugas, encoge corazones, echa y leva anclas, pone a algunos escritores (ya que estamos con eso) en su sitio; gira, dispone, y toma las tangentes que le viene en gana. Pero todas las vidas empiezan con los profesores; incluso las vidas de la literatura e incluso al margen de las lecturas que el Ministerio de Educación de turno entienda obligatorias, optativas o, por acción u omisión, silenciables. Pilar me empujó a una tercera vez con una novela; José, Amelia, don Enrique, una anciana que siempre llevaba espátulas en el bolso y respondía al nombre de Teonila, a actitudes, otras obras, en fin.
Da igual hasta dónde aprendemos y en qué medida su huella nos hace ganar y perder el tiempo del que hablaba: somos ellos. En lo tocante a las Teresas, reconozco que yo no aprendí mucho; en lo tocante a asignaturas más propias del sistema, quiero creer que el esfuerzo de mis profesores sirvió de algo. Además, si don Enrique logró que ese chico de catorce años entrara en una jaula de hienas y recitara el poema central de su trabajo sobre Alberti, habemus respuesta. Era Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca. Y las domó.
Madrid, noviembre del 2008.
— Jesús Gómez Gutiérrez