Valor del roce · 25 de marzo de 2009

Cuando A. y B. se separaron, tan apasionada y civilizadamente como pueden separarse dos personas, A. quiso exagerar y aplicar su tradición de la destrucción retroactiva, consistente en llevar la separación hasta el extremo de eliminar no sólo la relación directa con B. sino cualquier otra establecida junto a B., a través de B., en presencia siquiera testimonial de B. e incluso a pesar de B. si B. formaba parte, de algún modo, de la ecuación. Quiere esto decir que lo rompió todo, o por lo menos todo lo que estaba en su mano, y desapareció después como quien decide que puede darse a luz a sí mismo y empezar verdaderamente de cero, con la memoria limpia y el corazón, inocente.

A mí, que entonces era B., me pareció una locura; pero no estaba en posición de opinar ni creía que el asunto pasara de berrinche, que es descuartizo porque las uñas me lo piden. Y así fueron pasando los días y las semanas y los meses y el sinfín de situaciones subsiguientes sin que A. volviera a hacer acto de presencia en ninguna de las vidas que había tocado. De vez en cuando, el hombre que fue B. preguntaba a terceros o más bien a cuartos o quintos con alguna posibilidad de alcanzarla y le contestaban que seguía por los nortes de más allá del canal, con niñas según las versiones y ciertamente, lo cual vuelve a ser voz de ex B., con pensamientos que rozaban los suyos en el mundo de los pensamientos.

Transcurridos diecisiete años desde entonces, la conversación seguía. Si alguien hubiera creído, y pocos estaban tan cerca como para creer nada, que sus iniciales de ahora estaban hablando con una imagen congelada, con un lapso perfecto o quimérico de la memoria, con la A. del tiempo de A. o con el B. del tiempo de B., habría cometido el error de creer que una cuerda es solamente sus extremos. Hablaban, para entendernos, como familia. Porque el abecedario tiene sus límites y ninguno de sus componentes puede ser, por mucho que las circunstancias cambien, otra cosa que una letra. Además, A. ya debe de saber lo mismo que B. intuía cuando empezaron a charlar en calidad incorpórea: que nunca ha habido principios absolutos. Muere el amor, queda el roce.

Madrid, marzo del 2008.


— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/