Centinelas · 24 de septiembre de 2009

La mujer que espera junto a una farola de la Plaza del Conde de Barajas podría ser una vecina del barrio. Pero nadie espera así durante quince minutos, sin apartarse más de un metro, sin mover casi los brazos, con una sonrisa congelada que anuncia a los cuatro vientos la representación de una actriz en un juego de búsqueda y pruebas para turistas o, esto es más improbable, de una modelo en sesión fotográfica. Son las nueve y media de la noche. Las terrazas tienen más gente de lo habitual entre semana, las tiendas están abiertas y de vez en cuando, a pesar de ser plaza peatonal, pasa un coche.

Ocho horas después, aproximadamente a las cinco y cuarto de la madrugada, la oscuridad pelea con el ámbar de esa misma farola. No hace frío; sólo una brisa que pediría chaqueta si alguien estuviera allí y permaneciera demasiado tiempo en el sitio. No hay nadie; los locales están cerrados y apenas se oye el rumor del tráfico, escaso, en Segovia y en la Cava de San Miguel. Al final de la plaza, unas vallas de metal con telas oscuras cierran y ocultan parcialmente a la vista el espacio rectangular de un solar. Dentro hay cascotes, materiales de construcción, plásticos, papeles, cajas, los dedos retorcidos de un principio de encofrado y una rampa que penetra hasta la lámina negra de una zanja, tan negra que anuncia abismo; también hay un hombre, alto, inmóvil, rígido como un maniquí, aunque no se podría saber si mira ni adónde mira porque sus rasgos forman parte de la penumbra general.

Siete horas antes, cuando la mujer ya se había marchado, alguien se acercó a la farola y permaneció en las inmediaciones más o menos el mismo lapso que ella. Estaba inquieto; daba dos, tres pasos, se detenía, regresaba, repetía la operación y volvía a empezar. En sus ojos había preocupación y un fondo de esperanza que se fue disipando con el transcurso de los minutos y quedó en expresión rendida y distante. Llevaba reloj, pero no lo miró en ningún momento. Al final, caminó hasta la esquina, echó un vistazo a su alrededor y abrió la valla. Las telas dieron un chasquido. El metal se cerró tras el hombre. Los testigos de las dos esperas, que los hubo, olvidaron.

Madrid, septiembre.



— Jesús Gómez Gutiérrez


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