Otro café · 27 de septiembre de 2009

Es un día de silencios. Hay días así, cuando todo el mundo coincide en un ánimo sin que se produzca ninguna de las circunstancias comunes: lluvia, lunes, fines de semana, fin de mes, agosto, puentes, buen tiempo que vuelve, mal tiempo que llega, enero, la economía, etc. Hoy tocaba silencio. Empezó a primera hora y sigue mucho después de la medianoche, gritando que ha pasado algo donde aparentemente no ha pasado nada y, en los casos donde el silencio huele a cortacircuito entre las causas y los efectos, repitiendo que algo se ha hecho demasiado mal, que algo se ha hecho demasiado bien, que da igual que se haya hecho demasiado mal o demasiado bien.

L. está sentado en una terraza. Sobre la mesa: un paquete de tabaco, un encendedor, un café y los vasos vacíos de U. y N., que se acaban de marchar a pesar de la hora, temprana. Lo sorprendente no es que U. y N. se hayan ido; se van siempre que la reunión apunta a más copas o a cualquier elemento que amenace la sobriedad pactada de su relación, porque tienen que estar sobrios para soportarse otro día. Lo sorprendente es que L. se haya quedado allí, cuando se sabe que la única soledad que le resulta verdaderamente odiosa es la de beber solo en lugares públicos. Por eso el café. Ese líquido oscuro, servido siempre en cantidades que no sacian sus ganas, convierte los sitios en una prolongación de su despacho o de la mesa de la cocina.

El espacio de lo sucedido a continuación es breve; lo justo para fumarse un cigarrillo, pedir la cuenta del café y pagar. A él le parecerán cinco minutos, aunque habrán sido quince. Luces en algunos balcones, fiesta en un ático, una luna cortada a partes iguales entre el blanco y el negro y mucha gente en la plaza y en las calles que desembocan en la plaza. Perfectamente normal para un viernes, aunque la actitud de los que tiene más cerca y puede observar parece apagada, como si participara del día de silencios que ha sido el suyo hasta la cita con U. y N.

El primer conocido que pasa frente a las mesas es A.; va con prisa, muy serio, abriéndose camino entre grupos de adolescentes que parecen más figurantes que nunca. El segundo es D., tan serio como A. pero más triste, y su aparición le empieza a resultar chocante porque sólo muy de cuando en cuando, a pesar de vivir en el centro, se cruza con alguien que conozca. El tercero y el cuarto, ahora llegan por parejas, son D.M. y J., juntos pero manteniendo las distancias, sin mirarse, sin hablar. El quinto es quinta, M., tan pálida y con tantas ojeras que parece diez años mayor. Y por último, cuando ya está dejando la propina y se dispone a levantarse, R., sonámbula, ojos vidriosos.

Desconcertado, o tal vez avisado de un peligro por aquel desfile, L. recoge las monedas, llama al camarero y pide otro café. No es su costumbre. Odia estar solo en los bares, en las terrazas, en los restaurantes. Sólo a veces, en ocasiones como ésta, hace la excepción ya descrita y bebe café por el motivo ya expuesto. Pero se le han quitado las ganas de volver a casa; sabe que el teléfono será inútil, que no habrá cartas, que no habrá mensajes, que todos son hoy como las seis personas que han pasado ante él no particularmente como si él fuera invisible, sino como si ellos se creyeran invisibles. Mejor el café, sin duda. Con media cucharada de azúcar. Casi negro.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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