Mira · 17 de diciembre de 2013

Mi amigo Serge lleva falda. Es objetor a esta cárcel de locos por destacar que, sin paradoja alguna, matarían por no salirse del camino, por integrarse, camuflarse, atenerse en fin a convenciones —¿es que se ha olvidado?— nada inocentes ni inocuas ni simplemente estéticas. Y como lleva falda y es hombre, lo despidieron del trabajo. Y como es hombre y no ratón, ha llevado el asunto a los tribunales.

El caso de Serge sería una anécdota en el derrumbe de estos días si detrás, agazapada, no se escondiera la creciente y extraordinariamente política uniformidad que está en el centro del derrumbe. Las calles de nuestras ciudades son un desfile de autómatas con las mismas prendas, el mismo calzado, el mismo corte de pelo, la misma forma de estar y de mirar, la misma contaminación ideológica. Desde luego, el sistema productivo tiene algo que ver. Y la extensión del miedo, asociada al modelo social. Pero la mancha se ha extendido hasta el punto de que millones de jóvenes sin temor a perder un empleo que no tienen ni un status del que carecen se suman a la uniformidad de sus mayores con la ceguera de cualquier fundamentalista, que aquí es un esclavo con sueños de pequeño burgués.

Yo no me lo tomaría a broma. Cuanto más uniforme es la estética de un proceso histórico, más profunda es la deconstrucción cultural. Ahora, el sistema puede ironizar con Píndaro y decir «llega a ser lo que eres» con la certeza de que no estará subvirtiendo el orden, porque la mayoría se ha convertido en masa y cree que ser masa es el súmmum de la individualidad bien entendida; en cambio, le costaría mucho citar a Wittgenstein, y no me refiero a su afirmación de que «ética y estética son una», sino a la forma de desenredar la madeja: «¡No pienses, mira!». Mira y empieza a ver lo que Serge y otros ya han visto.


Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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