Legión · 10 de julio de 2017

Está el proceso corto y está el proceso largo. El largo es viejo, muy viejo, así que lo vamos a dejar para otro día; pero el corto empezó así: «Venga, buscamos una cara amable y poco conocida (para el pueblo), pintamos de rojo su pasado y le damos a la manivela de la mercadotecnia, que es lo nuestro». No hubo mucho más. Alguien dijo que no estaba bien: lo acallaron. Alguien dijo que el rojo no colaba: lo acallaron. Alguien dijo que menudo bluf: lo acallaron. Alguien dijo y, al final, ya acallaban a cualquiera que dijera cualquier cosa, excepción hecha de los jefes, los amigos de los jefes, algún familiar de los jefes y la obediente feligresía.

La cosa funcionó. ¿Cómo no? La gente estaba harta del gremio-de-ladrones-sin-escrúpulos-ni-falta-que-hace que recibe el nombre de derecha. Además, contaban con el apoyo de la prensa progresista, donde no había que acallar a nadie porque no tienen nada parecido a un conato de pluralidad (entendida como diversidad real de opiniones, no como formas diversas de trepar, trepar y estar guapo en la foto). Y así, de repente, llegaron al poder; con sus sillones, su calorcito, sus groupies en los veranos de El Escorial y ay, caray, eso tan raro («eso se avisa, coño») de tener que hacer algo en algún sentido, lo cual implica («no me jodas») cogerse el programa político y ponerlo en práctica, en el caso de que se tenga un programa político. Pero no lo tenían (sí, alguien lo intentó decir, pero lo acallaron). Un saco de propaganda no es un programa político. Una nana infantil no es un programa político. Sólo tenían un par de ideas socialdemócratas de las que se venden en los chinos universitarios entre botes de orden, academicismo y clasismo pequeño burgués.

Anyway, la cosa no habría sido tan grave si alguno de los partidos que apoyaron la cosa hubiera tenido el buen juicio de quedarse fuera del Gobierno y el juicio igualmente bueno de no pringar a los pocos movimientos sociales que quedaban. Ahora, todo era UNO; la antigua «casa común» del hombre GAL. ¿Y qué pasa cuando todo es UNO? Fácil: que no caben ni el dos ni el tres ni el cuatro ni etcétera, etcétera. Todo lo que no fuera bueno para el Gobierno era traición o no existía y, si se empeñaba en existir (a pesar del corazoncesco y gatuno bloqueo mediático), se sacaban un par de rebeldes para cubrir las apariencias (con artículo crítico en los medios progresistas) y se votaba lo que fuera con la oposición. Al cabo de un año, la ciudad era un desierto; al cabo de dos, un desierto con estos carteles: «Porfi, guarros, sed más limpios». Y los desahucios seguían. Y las calles estaban llenas de pobres. Y la cultura se repartía a los amiguetes. Y la política social se reducía a pagar una deuda injusta y hacer encuestas por Internet.

Por si quedan dudas, el Gobierno en cuestión era y es la Alcaldía de Madrid, una ciudad que «también existe» (como Teruel, vaya), por mucho que medio país la confunda con el Estado. Pero, si alguien cree que lo sucedido aquí se va a quedar aquí o que los personajes de esta historia (y los que tienen por encima, especialmente) han aprendido de sus errores, que coja el saco de antes, se meta en el saco de antes y se cante la nana de antes. Estará en familia (UNO es siempre LEGIÓN) y total, la realidad seguirá su curso en cualquier caso, se acalle a quien se acalle.


Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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