Desconexión · 20 de noviembre de 2009

No tiene tiempo. Sale sin tomar nada, después de la ducha y de calzarse las botas con los calcetines de ayer porque no puede recordar en qué cajón guarda los limpios; el habitáculo es tan pequeño y tiene tan pocos candidatos que todos están a medio minuto de la comprobación, pero medio minuto es una eternidad lenta, irritante, un muro.

Afuera, la mañana de diciembre podría ser cualquier otra. Las franjas del corredor, interrumpidas en las junturas de los mamparos, están cambiando del negro de la noche al azul del día, que al cabo de ocho horas será naranja. No siempre es así; el sistema admite tonalidades distintas según las estaciones, lo cual sorprende a los viajeros y pasa generalmente desapercibido para el resto. Él, manos cerrándose la guerrera, es del resto. Diez pasos, rampa corta arriba, suelo transparente, rampa corta abajo, vestíbulo y tramo de escaleras o ascensor. Si tuviera memoria a esas horas, habría recordado que la sensación de no estar completamente allí, su estado de calma excesiva, con un silencio donde rumian pensamientos como ecuaciones, es una grieta que convierte lo imprevisible en seguro, porque lo imprevisible es él. Elige las escaleras, baja, saluda a un conocido, entabla una conversación, se despide, irrelevante; en días como ése no debería salir ni ver a nadie ni hablar con nadie antes de haber contado veinte o veinticinco minutos solo.

Los que esperan en el andén, se reparten hasta el fondo en una línea que se dilata en los grupos. Él avanza por avanzar; podría quedarse al principio y plantarse en un hueco como lo hará más tarde, sin necesidad de abrirse paso entre la gente con el santo y seña de la inercia. Tampoco es buen síntoma. Al lado opuesto del foso, entre las cabezas y los plafones blancos, distingue tubos que terminan en una caja de distribución. Aún la está mirando cuando oye un rumor y empieza la sucesión de metal y ventanillas a medio metro de su cara. Sale alguien, entran muchos. No intenta sentarse; cuando es posible, y aquella mañana lo es, se queda junto a las puertas.

El movimiento posterior se nota por el paisaje: zonas de servicio, más túneles y planchas de cristal por donde asoma la oscuridad del vacío, opaca y sin estrellas salvo en los sectores de iluminación atenuada. Las vibraciones son excepcionales y por momentos parece que no es la lanzadera, sino el exterior, lo que se mueve. Mujeres calladas, hombres callados, pantallas minúsculas, maletines, carpetas, actitudes y objetos típicos del primer turno. Él piensa; son problemas, frases, conatos de ideas con las emociones en trasfondo, lejos de su alcance; su estado le impide ver que, en conjunto, forman algo más simple, una imagen que esa mañana en concreto es la de sus dedos y los cordones de las botas. En circunstancias normales, la reiteración de tirar y tensar, tirar y tensar, o la que corresponda a ese día, sólo se presenta cuando todo o casi todo es, de hecho, una reiteración. En circunstancias normales, se queda en el restallido de un látigo.

Faltan segundos para el andén siguiente cuando una figura se aparta de las demás y empieza a hablar en voz alta. Últimamente es tan común que son pocos los que prestan atención. Las puertas se abren; dos guardias entran, interumpen el discurso de la figura y la sacan por la fuerza. Nadie reacciona. Él se gira y su desconexión decide. Sale, los alcanza, lleva una mano al hombro del detenido. Tienes razón, le dice. La figura, ya con rasgos, replica: gracias.

Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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