Menos mal · 12 de noviembre de 2020

1. Lo que me dice a la cara es esto, tan mal pronunciado como sugiere la cursiva: ¿Tú Mercedes?, y lo que yo pienso es esto: «ya estamos», que desde luego significa «este gilipollas busca follón». Pero no lo busca, como queda claro cuando, al ver el «de qué vas» de mi cara, cambia Mercedes por algo parecido a Mercéndez que se constata Menéndez a la tercera, justo antes de una lista de apellidos visigodos: Fernández, González, etc. Así que es eso, quiere saber el mío. «Gómez», respondo, y él me da el suyo, que no entiendo. Todo ha empezado cuando su sombra ha cortado el reflejo de la luz en la cremallera de metal de la manga de la chupa. Quería un cigarrillo y, como fumo de liar, le he dado el que llevaba. «Pero no es rubio, es negro.» «Como yo» (toma ya). De ahí el Mercedes que intentaba ser Menéndez, por darme las gracias a la antigua, con la presentación de rigor. «Somos hermanos», añade; «hermanos».

2. No todo tan es cortés en la noche de Madrid. Ya estamos en tiempo de toque de queda, y sólo queda la policía, la gente de la calle y los currantes que vuelven corriendo a sus casas por miedo a la policía. Hacen bien en tenerlo; miedo, digo. A eso de las 10, la jovencísima camata de uno de los bares que no han quebrado decía que le metieron 600 euros de multa la semana pasada, al salir del trabajo. «¿Llevabas salvoconducto?» «Sí, pero les dio igual». Y lo suyo no es una excepción. Mientras los medios inventan o exageran botellones y fiestas privadas para justificar una dictablanda que tranquilice a la clase media, algunos funcionarios de la ley y el orden se dedican a cazar jovencitos a cualquier hora, sin más criba aparente que su clase social: si no parecen de barrio, adelante; si lo parecen, identificación, hostigamiento y, a veces, multa, por el motivo que sea. Es el nuevo consenso de la izquierda institucional y la derecha de siempre. La represión sale más barata que salvar la Sanidad. Además, hacen como que hacen algo (a expensas de los que no importan) y, de paso, se embolsan unos cuantos millones. Pero todas las noches y no pocos días, una cantidad indeterminada de personas perfectamente inocentes del delito que se les achaca vuelven a sus hogares preguntándose de qué van a vivir ese mes.

3. Aquí no hay sirenas ni controles aleatorios en calles y plazas. Estoy en el Norte, y lo único azul que brilla cerca de mí durante el trayecto por los bulevares es el teléfono móvil de un barrendero, cerca de Vallehermoso. Son las tres de la madrugada. Vengo de recoger a alguien en un hospital, y vuelvo andando porque no está el horno para coger taxis. Por el camino, me cruzo con docenas de sin techo; algunos, solos y tan bien camuflados que no se ven hasta que paso junto a ellos; otros, en grupos que forman poblaciones de plástico y cartón. Al llegar a la Glorieta de Ruiz Jiménez, me detengo y miro la bajada de San Bernardo. Ni un alma. Ni un coche. Una ráfaga de viento alborota las hojas de los árboles, que protestan y se giran hacia el lugar donde, hace unos meses, representamos El diablo Cojuelo. La ciudad está preciosa, como siempre. Menos mal que algo lo está.


Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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