Monólogo de incendio · 28 de enero de 2013

(Mujer, policía. Apoyada en el capó de un coche.)

—Veinte mil pollos. Los bomberos abajo, soltando agua y veinte mil pollos piando en el fuego. No se salvó ni uno. Aunque yo no fui por el incendio de la nave industrial, que aún no se había declarado, sino por un cadáver. Un hombre muere y un vecino pone una denuncia. Que olía mal, dijo. Y peor que olía cuando fuimos, porque les debía un favor a los del anatómico forense. Cada vez hay más cadáveres sin dueño; viejos que fallecen sin familia y gente que no tiene para pagar un entierro y deja los muertos por ahí. Se quedan en las cámaras del anatómico, esperando a que el juez autorice un entierro de caridad. Claro, a veces no tienen sitio. Se acumulan y no hay dónde meterlos. Así que esperamos una semana, aparcamos junto a la nave de los pollos y cruzamos la calle. El hombre estaba en el sofá del salón. Infarto. Ningún motivo para registrar la casa. Poco después, descubrimos que una chica desaparecida había trabajado para el difunto y vuelvo en busca de pistas. Fue la noche del incendio. Pío pío desesperado, pero multiplicado por veinte mil. Y entro en la casa. Y la registro. Y dejo el cuarto de baño para el final y la encuentro en la bañera, con las venas cortadas. ¿Cómo es posible? Siempre hay alguien que va al cuarto de baño. Hasta la muerte natural lleva su tiempo; no es levantar el cadáver y fuera; pero aquel día tocó excepción y se llevaron al muerto por infarto sin que reparáramos en la muerta por suicidio. Cosas del amor. El hombre muere, ella llena la bañera, ella se desnuda, ella se mete en el agua y ella se corta las venas sin más. No se pudo certificar entonces, sino al día siguiente. El incendio se extendió a la casa. Menudo espectáculo; plumas flotando, plumas ardiendo. Al cabo de unas horas, sólo quedaban los esqueletos de las dos estructuras y una bañera extrañamente blanca con un cadáver parcialmente carbonizado. Odio los pollos.


Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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