7 de noviembre · 3 de noviembre de 2010

No hay aquí ni más abajo, ni siquiera en el puente estrecho y rojo, de ferrocarril, un monumento, una estatua, una placa, un pedestal, lo que sea, algo que indique siquiera vagamente que en 1936, durante la noche del seis al siete de noviembre, una ciudad sola, abandonada por el Gobierno, se iba a levantar, iba a resistir e iba a ganar la primera batalla de la II Guerra Mundial al fascismo.

No hay nada aquí ni en ningún otro lugar de la ciudad; tampoco en el resto de España, según parece, aunque la sangre de Madrid y su conversión en línea del frente durante tres años, que no son dos días, fueran el único hilo que sostuvo la esperanza y la libertad del país. Pero así son las cosas. Nada en el Parque del Oeste, nada en el Puente de los Franceses, nada en la Facultad de Filosofía y Letras, nada en el Hospital Clínico y, desde luego, nada en Moncloa, en la antigua Cárcel Modelo, hoy Ministerio del Aire, de donde el día 15 salieron Vicente Rojo y el general Miaja para detener la desbandada de la columna Durruti, que pudo causar la pérdida de la capital y de la guerra.

«Por los campos luchados se extienden los heridos», dice la primera línea de un poema escrito por Miguel Hernández para el muro de un hospital. Miles de heridos esperando ayuda; miles de muertos. Sobre eso tampoco hay nada. Si ni siquiera cabe un recuerdo para el comandante Carlos Romero Jiménez y sus hombres, que con unas cuantas ametralladoras y un par de cañones estrangularon la ofensiva fascista, por qué se va a recordar a unos cuantos miles cuya identidad se desconoce. Civiles, soldados, la ciudad. Argüelles arrasada, la Complutense arrasada; Cuatro Caminos, Vallecas y Delicias, en escombros; docenas de edificios de Universidad y los Austrias, perdidos para siempre. ¿Dónde están sus imágenes? ¿Dónde está su museo? En ningún sitio.

Al cabo de los años, cuando los nombres dejan de ser y sólo queda de ellos el recuerdo de sus familias, no hay más prueba colectiva de su paso que la ciudad; entonces, los muros se vuelven nombres y muestran quiénes fueron, por qué luchaban, hasta dónde llevaron su resistencia. En el caso de Madrid, resistieron tanto que al final, cuando la ciudad fue traicionada, había entregado barrios enteros con todo su pulso presente y su pasado. Pero como ya se ha dicho, así son las cosas. La ciudad, civiles, soldados, nada. Sangre, vida, nada. Historias como la de los internacionales polacos que combatieron en la Casa de Velázquez hasta que «sólo quedaban en pie seis hombres y el capitán», como cuenta Julián Zugazagoitia en Guerra y vicisitudes de los españoles; docenas de historias de entonces y de después, porque tres años de bombardeos, de terror y de hambre dan para mucho.

Ni los muertos necesitan homenajes ni los que amamos y conocemos Madrid necesitamos que nos recuerden aquellas jornadas; toda esa nada no es feroz en calidad de ausencia, sino por lo que esa ausencia dice de la España actual. «Un general insigne y unos cuantos capitanes. ¿Habrá algún día bronce bastante para ellos?», se preguntaba Antonio Machado. No lo hubo, no lo hay. Ni aquí ni más abajo, ni siquiera en el puente estrecho y rojo, de Ferrocarril, que llamamos Puente de los Franceses. «¿Por qué no se rinden ya?», instó una vez un agregado diplomático a los miembros del Comando de la Defensa; «porque no nos da la gana», respondieron. Por ese mismo motivo, muy propio del alma de Madrid, volveremos a conmemorar el 7 de noviembre. Y algún día, recobraremos nuestra República.

Madrid, noviembre.


También publicado en Nueva Tribuna.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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