Tres libras esterlinas · 22 de julio de 2013
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Nos alojábamos en casa de unos amigos, en Brighton. Habíamos llegado el día anterior de Londres y, como de costumbre, ya ardía en deseos de tomar el primer avión y volver a Madrid. Alguien habló de los Who durante el desayuno y alguien más propuso que visitáramos los acantilados blancos de la escena final de Quadrophenia, cuando Jimmy (Phil Daniels), arroja al mar la Vespa del As de oros (Sting).
Hora y media después, caminábamos por la ladera de una de las siete colinas que acaban cortadas a cuchillo sobre el Canal de la Mancha, las Seven Sisters, entre Eastbourne y Seaford. El sol se había esfumado tras algo parecido a un paraguas gris y la niebla nos envolvía a ratos, formando claros repentinos y largos y novelescos brazos que no despertaban el menor interés entre mis acompañantes. A mí, en cambio, me llamaban. Siempre me ha gustado la niebla.
En algún momento, dejé de andar; encendí un cigarrillo y miré el negro de mis botas contra el verde de la hierba. Estaba tan reluciente por la humedad que me arrepentí de no limpiarlas más a menudo. Eso fue todo. Una imagen de betún, ajena a los amigos, a mis piernas otra vez en movimiento y al bramido del mar, que de repente se mezcló con un grito: mi nombre.
-¡Jesús! –léase ¡Yisus!.
La enorme nada blanca comenzaba en la punta del pie derecho, ya en el aire, y dominaba mi campo visual. Vacío. Niebla abajo, hasta las olas; niebla arriba y a los lados y las dos sílabas de Yisus clavadas al borde del abismo como el gato de Schrödinger, medio vivo y medio muerto o, más bien, como una loncha de jamón incomprensiblemente erguida entre dos mundos.
Hace tiempo, la frase Gone to Eastbourne se aplicaba en la zona a los que decidían suicidarse por el peculiar procedimiento de caer y caer docenas de metros y terminar en cualquier cosa menos un bonito cadáver; pero aquel día iba a adquirir una acepción distinta, como a veces ocurre cuando el capricho se mancomuna con la suerte.
Mi capricho fue bajar a la playa y avanzar hacia lo que habría sido el punto exacto del impacto contra el suelo, en un lugar con más rocas que arena. Y por segunda vez en el mismo día, el azar erigió un menhir: allí, esperándome, semiocultas, brillaron tres libras esterlinas.
Madrid, febrero del 2002.
Publicado originalmente en La Insignia.
— Jesús Gómez Gutiérrez