En la 2 · 4 de julio de 2016

¿Mi primera impresión? Que esto es una grandísima cabronada. Pero han cerrado la Línea 1, y sólo puedo coger la 2 en Sol o tirar de pata con la que está cayendo, noche tórrida, cargante, hornífera. Sea entonces, 2. Y es raro de narices. Esa raya azul en el mapa del Metro es el eje de casi todas las vidas que he vivido. Siempre estaba allí, como la ciudad. Ya no.

(Paréntesis para la responsable: me cago en tus muertos.)

Lo de Sol de madrugada es fantástico. Casi nadie en la gran sala de arriba, donde parece que han encendido todas las calefacciones. Mi piel, que decía «agua y más agua» cuando cruzaba Benavente, practica ahora el submarinismo. El torniquete falla; las escaleras mecánicas no funcionan. Una mujer pasa una aspiradora industrial. Un guardia jurado se mira las uñas. Tres guiris fritos. Desviación a la derecha, desviación a la izquierda, giro a la derecha y andén angustioso: aquí no hay trabajadores que vuelvan de Vallecas o Atocha; no hay chinos ni paquistaníes ni negros; no hay chicas con cadenas y tatuajes; no hay chunda-chundas de bandas latinas; no hay lectores nocturnos de Chejov y, para empeorar las cosas, tampoco hay ni un mal lumpen como Fortuna manda. La única muestra de vida inteligente es un cachas de gimnasio que se dedica a hipnotizar los raíles y dos criollas muy morenas que se hacen fotografías de caras, piernas, tetas y vuelta a empezar. Los demás están como los guiris, pero de un abstemio lamentable.

Cierto, es domingo: algo que extrema tendencias. Y cierto también: me está mirando una rata con gesto de solidaridad. Esa mirada habrá sido lo mejor del viaje cuando llegue a mi destino y afronte los ciento cuarenta mil trescientos setenta y cinco escalones de pasillos vacíos que me llevan por fin («fui sobre agua edificada/, mis muros de fuego son») a la calle. En mis cascos, los Creedence dan paso a Siouxie. Ya falta poco, y sólo las dos y veinte.

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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