In flagranti delicto · 26 de abril de 2008
Historia
Guillermo Cook, arqueólogo de la National Geographic, encuentra un cráneo con lo que parece ser un balazo de arcabuz. Lo encuentra en un cementerio inca de Puruchuco, cerca de Lima, con setenta y dos cuerpos más. Del total, sólo tres tienen heridas de bala; los sesenta y nueve restantes presentan «heridas resultantes de violencia extrema», producto, en su gran mayoría, de armas indias.
A partir de la escena anterior, Cook llega a una conclusión que sería interesante si no tuviera más de quinientos años de solera: que la conquista de lo que después se llamaría América no fue cosa de diez extremeños, cinco andaluces, tres castellanos y un vasco, sino esencialmente de indígenas contra indígenas. Conclusión tan vieja como correcta que está en muchas de las crónicas de los propios conquistadores, no todas tan magníficas como la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo, pero insoslayables.
Un lector inteligente podría y debería preguntarse cómo es posible que en el año 2007 se presente como nuevo lo que se sabe desde el siglo XV. Si exceptuamos los entusiasmos y ambiciones más o menos justificables de profesionales como Cook, la respuesta es fácil: los Estados americanos se crearon y se han desarrollado sobre distorsiones especialmente graves de la historia. La primera línea de la leyenda partía de la superioridad militar de los españoles, menos definitiva que su superioridad política; las élites criollas la retomaron y engordaron hasta el absurdo porque convenía a su sueño, entre segregacionista y naif. La segunda línea es la del nacionalismo indígena y los vendedores de historia «popular», con Galeano a la cabeza, que necesitan enterrar los hechos reales e interpretar la conquista como un conflicto puro, simplista, entre nativos y extranjeros. En tales circunstancias, hasta un trozo de tela puede hundir el templo. Recapaciten, señores. Mal está que presenten epidemias de viruela y de gripe como «genocidio» y que juzguen hechos del mundo antiguo con parámetros del siglo XX, pero eso sólo es leyenda negra, leyenda rosa, leyenda. Lo realmente peligroso de las distorsiones políticas de la historia es que encadenan a los distorsionados. Como no espabilen, la National Geographic Society les descubrirá la rueda.
Una de turistas
Ken Loach, en El País. Loach no es mal director cuando apunta a la Inglaterra de la pobreza, pero es el turista anglosajón perfecto cuando saca los pies de las Islas Británicas y le da por pontificar sobre hechos y sociedades que ni conoce ni falta que hace. Espantoso y ridículo, casi insultante, en su peculiar visión de la revolución nicaragüense. Demagógico y ahistórico, militante troskista hasta la médula, en Tierra y libertad. Pero es autor de moda entre la progresía y además lo quieren mucho en Le Monde Diplomatique. En los clubs de Benidorm, repletos de ingleses borrachos, hay más verdad y más talento.
Blumberg no es ingeniero
Lo que acaban de leer es un titular del diario Página/12. Con el universo mediático argentino ni siquiera hay que tirar del hecho extraordinario de que todo, he dicho todo, dependa del Grupo Clarín. Uno de estos días también se cargarán La Nación, conservador ciertamente pero casi único periódico latinoamericano donde las columnas bien escritas y el respeto al idioma son la norma.
La cuestión es que Juan Carlos Blumberg, colega de Macri, no es ingeniero. Hay quien supone que en un continente donde lo primero que se dice no es buenos días sino soy el señor egresado, la señora licenciada, el doctor no se qué (más o menos, usted no sabe quién soy yo) los votantes van a castigar al torpe que dijo tener título y no es más que un zarrapastroso. Se equivocan, por supuesto. La prensa argentina puede estar infestada de paletos esnobistas, pero la calle argentina tiene sentido común.
El caso me ha recordado al de cierto director de periódico español de quien se grabó un vídeo para intentar denigrarlo por sus inclinaciones sexuales. Si los progresistas utilizan tácticas de la extrema derecha, definan progresismo.
Arte
Marc Fumaroli viene a España a presentar su último libro, El Estado cultural. No comparto su visión demasiado profesionalista del arte, que lo lleva a exclamar: «¡No es la cultura de Goethe!». Es una suerte que no lo sea, digo yo. Pero tiene razón en tantos tercios que la izquierda haría mejor en leer y aprender de hombres como él que en seguir abonada a una cultura de funcionarios, subvenciones y retaguardia formal.
Tomen la cinematografía europea. La expresión «cine de autor» ya no se refiere a un tipo que va de independiente en propuestas y tal vez canales de distribución, sino a un conjunto de individuos que chupan de la teta del Estado sin saber hacer su trabajo. Estados Unidos nos arrolla porque su industria es real, desde el cine para masas hasta las producciones aparentemente marginales, pasando por las series de televisión. ¿Joyas como Deadwood, Los Soprano, Roma? Con las cadenas del funcionariado europeo, serían imposibles.
Fumaroli cuenta una anécdota de Jack Lang, ministro de Cultura del hundidor oficial de barcos de Greenpeace. Un día le dio por leer un poema de Rimbaud en un Consejo de ministros y la cosa terminó en lectura obligatoria del poema en todas las escuelas de Francia. Cuando el Estado monopoliza el papel de «mecenas colectivo»—por utilizar su expresión— la cultura acaba en caricatura y en pesebre de amigos de, primos de, hermanos de, todo muy familiar y manifiestamente mediocre, gris. No es que el Estado no deba intervenir. Debe. Para crear industria, controlar desmanes y alentar la creación. Pero si el Estado es la industria, si marca las cartas y establece los gustos, las ideas, lo admisible y lo inadmisible, asesina el arte y entrona la chapuza.
Publicado originalmente en La Insignia.
Madrid, junio del 2007.
— Jesús Gómez Gutiérrez
Mañana es el mismo día / Enterradla