Muerte de Ndiaye · 16 de marzo de 2018

El helicóptero sigue sobrevolando el barrio a la una y veinte de la madrugada. Nadie sabe qué busca. No hay nada que buscar, como demuestran los restos ya secos de los basureros quemados y de los desperdicios esparcidos por la zona alta de Mesón de Paredes, que el agua de los bomberos convirtió temporalmente en una masa pastosa, de ciénaga urbana. Pero busca, y seguro que encuentra: el rencor de los vecinos más conservadores, el desconcierto de los que no saben lo que ocurre, los improperios de los que intentan dormir y la atención de los periódicos.

Mbaye Ndiaye, de 35 años de edad, falleció ayer en las inmediaciones de la Calle del Oso. Varios testigos afirman que el infarto que acabo con su vida se produjo después de una persecución policial, aunque a las autoridades no les consta. El sistema es el rey de la casualidad. Casi no se puede pasar por Sol, Benavente o Tirso de Molina sin asistir a un espectáculo de acoso e intimidación a los ilegales; es tan raro que hasta se ha corrido la voz entre los turistas, muchos de los cuales aprovechan para sacar fotos de las gacelas humanas que huyen de los uniformados con sus bultos llenos de mercaderías baratas; y sin embargo, justo este jueves, no hubo o no les consta que hubiera ninguna persecución. Más abajo, donde las redadas están a la orden del día, cuesta encontrar a alguien que se atreva a negar el estado de las cosas; asumida la realidad, hay quien denuncia la represión, hay quien pide mano dura y hay quien se encoge de hombros.

Los restos de esta noche hablan de ira y de cargas, si descontamos el pánico de las personas que intentaban entrar o salir de sus domicilios y se encontraron con un pequeño ejército de azules, que no son famosos por su contención: pocas horas antes, los tribunales de Justicia habían dejado en libertad a los antidisturbios que agredieron a tres periodistas tras el Jaque a la monarquía del año 2014, delito naturalmente prescrito. Lo que no cuentan esos restos, tan incómodos para la mirada pequeño burguesa, es el dolor de una familia de Senegal y de los amigos de un trabajador que llevaba más de una década en España sin haber conseguido los papeles. Mañana, que ya es hoy, Mbaye Ndiaye será noticia; luego, huelga decir que desaparecerá como si no hubiera existido, igualado en el borrón a las decenas de miles de muertos del Mediterráneo y a nuestro viejo récord de fosas comunes. Pero la ira no se va. La ira se queda.


Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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