Machado · 20 de febrero de 2014

Cantan a Machado como si fuera una postal bonita, de paisajes. Que no han leído a Machado, es obvio. Y si lo han leído, no lo entienden. Esta «nación casi analfabeta, donde la ciencia, la filosofía y el arte se desdeñan por superfluos» convierte a Machado en un cicerone que besa a los niños y regala dulces. Hace tiempo, las grandes mentes de esa nación se toparon con cierto poema de Tristan Zara y se mordieron la lengua para no exclamar: «¿Pero cómo? ¿Qué pudo ver en él el padre de las vanguardias?». Buena pregunta, pero cómo (pueden ser tan ignorantes). Va Machado por el mundo y surge un día por dadá y otro en la Suite furlana de Pasolini, que empieza con este verso: «Mi juventud, veinte años en tierras de Castilla».

Setenta y cinco años después de su muerte, festejan a Machado sin conocer a Machado. No entienden el alcance del poeta. No quieren saber del prosista, envuelto en la bandera tricolor. En el último libro del hombre que se negó a abandonar Madrid cuando decían que Madrid iba a caer, se lee: «Pienso en España vendida toda» (La guerra, 1936-1937). Conocer a Machado es reconocer que España está enterrada en Colliure, advirtiendo a sus jóvenes contra los jóvenes sin juventud que, «ya maduros, mejor diré, ya podridos, levantan en la retaguardia de sus ejércitos mercenarios los estandartes de la reacción». Y en Colliure seguirán, Machado y España, hasta que la gente vuelva a ser República y se gane el derecho a pensar, como Carver: «No pasa nada, Machado está aquí».


Madrid, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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