Más palabras · 18 de febrero de 2010
Es pronto para saber si el pacto de Estado es otro eufemismo de medidas antisociales, otra cortina de humo o un paso real en la dirección que cierto sindicato reclamó durante meses, sin que los asesores y los publicistas del teatro político pasaran la llamada a las instancias oportunas. Pero sea cual sea la intención, convendría que se reflexionara sobre las consecuencias de dar la espalda a la vivienda, los salarios y el desempleo, los tres problemas que más afectan a la ciudadanía; o tirando de causas y efectos, a ese cambio de modelo productivo que sigue siendo condición necesaria, por mucha ley de economía sostenible que se quede en bluf.Durante la sesión del miércoles en el Congreso, se apeló al paro, se manoseó el déficit y, particularmente, se habló de hablar. Lo que en principio se había presentado como debate monográfico sobre la crisis, se quedó en el debate sobre posibles acuerdos futuros a partir de propuestas más o menos indeterminadas, con la congelación del gasto público como medida de todas las cosas. En esas condiciones, no sorprende que uno de los tres grandes problemas mencionados, la vivienda, apareciera únicamente de forma indirecta y como paradoja, porque se admite la responsabilidad central del mercado inmobiliario en la depresión económica y, no obstante, seguimos a la espera de medidas. En cambio, el desempleo tuvo mejor suerte y obtuvo lo que se podría interpretar como un pésame general a unos cuantos millones de españoles que habrán dormido más tranquilos, sabiendo que el Parlamento también llora.
En la réplica de Llamazares al presidente del Gobierno surgió un concepto clave que Zapatero obvió en su respuesta, productividad. Se trataba de las pensiones, y como el Gobierno se ha sumado a la tesis del envejecimiento de la población, descontando la emigración alegremente, desestimó la palabra donde no serviría para recortar gasto y la limitó a lo que Jesús Caldera, vicepresidente ejecutivo de la Fundación IDEAS, definía hace poco en El País como «aumentar la productividad de nuestros trabajadores», que no de las empresas. Al fin y al cabo, el discurso oficial dicta que el problema del desempleo estriba en la formación supuestamente escasa de los trabajadores españoles, que no saben sumar dos y dos y obligaban a bancos y empresarios a dedicarse al ladrillo.
Algún día, en otra España, alguien se preguntará quién se dedicó a alimentar la antipolítica hasta el extremo de reventar la confianza en las instituciones, y descubrirá a los socialistas con la derecha. Excluida la ignorancia y la mala fe, que no se les supone, sólo hay un motivo para que el Gobierno falsee la realidad de ese modo: la renuncia a atajar los problemas reales. A nadie se le escapa que nuestro país no tiene un problema de formación baja, sino de oferta laboral de calidad muy baja cuyos efectos generales en la productividad empeoran porque sufrimos uno de los mayores índices de fraude de Europa. Hay cientos de miles de trabajadores altamente cualificados que engrosan las cifras del desempleo, compiten por trabajos inferiores a sus conocimientos o reciben salarios indignos de nuestro entorno por la simple razón de que la economía española no da para más.
Lo que el Gobierno y la mayoría de la Cámara nos han ofrecido este miércoles no es un principio, sino un ejercicio de ocultación. Pedir sangre, sudor y lágrimas a un país que desconfía de la capacidad de su élite, es pedir mucho; pedirlo para hacerse la foto o seguir en las mismas, es jugar con fuego. Tampoco que se quiere ver que debajo de la crisis económica hay otra más grave y más inquietante, una crisis política que empieza a socavar las bases de la democracia.
Madrid, febrero.
Publicado originalmente en Nueva Tribuna.
— Jesús Gómez Gutiérrez
Inhabitable / Un país avanzado