Escalera · 26 de julio de 2017

Pequeña, delgadísima, de piel morena oscurecida por la calle. Ha pasado ante mí sin detenerse, tomándome quizá por peligroso o, por lo menos, poco asequible. Ha seguido hasta el final. Se ha parado delante de todos los que estaban sentados en el andén, y ha dedicado a todos unas palabras que parecían en la distancia lo que después me parecerán en la cercanía, una petición pronunciada en voz baja, prácticamente un susurro. No sé si ha sacado algo. Sólo he visto un montón de ojos que, incomodados por el primer plano de la mujer, han buscado teléfonos y se han quedado en ellos hasta que la mujer se ha ido. Móviles. De mundo inmóvil. De desmundo. Y la realidad ha recorrido el camino inverso y ha vuelto hacia mí para pasar otra vez de largo. Quería llegar a la escalera.

Me levanto, la intercepto, se detiene, mi mano izquierda pone en su mano derecha un papel naranja con varias impresiones del número 10. La mujer lo mira, me mira, dice: «Ya no lo soporto». También lo dicen: su pelo, sus pómulos, sus dos o tres lágrimas. También lo dicen: las manchas de pobreza, las arrugas de intemperie, su frágil estructura. También lo dicen: la mejilla que acaricio cuando digo «lo sé» y mi propio «lo sé», que me ha seguido como de costumbre mientras ella llegaba a la escalera que lleva a un arriba que lleva a un abajo. No me lo puedo permitir. Son demasiados, y tengo pocos números.


Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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