Un barrio de delincuentes · 26 de agosto de 2017

1. Los del fondo son gente, pero: móviles caros, comida basura, comida supuestamente sana para equilibrar la anterior, cremas, más cremas y litros y litros de colonia, es decir, jóvenes progresistas medios (estando donde están. En otra parte, serían jóvenes reaccionarios medios, viejos interiores medios o soldados de ISIS). Los de este lado también son gente, pero: un colchón entre dos muros, una chica que monta paredes con unos cartones, un chaval que pone sábanas en el colchón y un hombre de cuarenta y tantos que ata una tela para tenderla después y que sirva de techo; en pleno centro de Madrid.

2. Se sentó a mi lado la noche anterior y dijo: «Tiene una litrona», refiriéndose a la bolsa que alguien había dejado en el andén. Dijo que había estado en el reparto de comida de Tirso, y que iba a La Ventilla. Dijo que dibujaba y me regaló un dibujo. Hombre, alrededor de cincuenta, del ex cinturón rojo, con acento de verdad. Su cara me sonaba, y la volví a ver dos veces durante las dos semanas siguientes; la primera, casi sonriendo, en una de las salas capitulares de El Escorial y la segunda, muy grave, en la catedral de Segovia: Juan el Evangelista. Mientras me hablaba sobre la calle y sus cosas —también es de los que viven en ella—, comenté: «no son ángeles». Su respuesta: «Yo no estaría tan seguro.»

3. Uno acusa a otro de haberle levantado veinte euros, y el otro acusa al uno de haberle pegado. Gritan, pero dentro de un orden. Se insultan, pero dentro de un orden. Los de alrededor oscilan entre la curiosidad mínima y la indiferencia máxima, con excepción de algunos que se mantienen atentos por lo que pueda pasar. Por fin, el robado intenta echar al pegado, y el pegado dice que tu tía, que va al Puente de Vallecas porque duerme debajo. «¿Vallecas? Puto barrio de delincuentes.» Silencio. Estamos en la Línea 1, a pocas paradas de allí. El negro de es de Vallecas; las señoras del abanico son de Vallecas; yo soy de Vallecas. Cuando las puertas del vagón se vuelven a abrir, el robado sale echando leches.

4. En la subida a una plaza, cerca de la Imprenta Municipal (Artes del Libro), un chino delante de un chino. Son cerca de las dos de la madrugada, pero hace mucho calor, así que ha cogido una silla de tijera, la ha sacado a la calle y se ha sentado a oír música. La última vez que pasé, This Train de Sister Rosetta Tharpe estaba dando paso a Helplessly Hoping, de Crosby, Stills, Nash and Young. Esta noche es Entre dos aguas, de Paco de Lucía.

5. El viento azota los cuerpos de siete u ocho personas que duermen en el suelo, contando sólo las que alcanzo a ver. Es agosto, mes dedicado al hombre con más estatuas de la península ibérica, como bien saben en Extremadura: remueven la tierra y sale algo; por ejemplo, una cabeza de Augusto que impide una obra porque, como es lógico, hay que investigar. Si hay una cabeza, puede haber tronco y extremidades; si hay una estatua, puede haber una villa. Pero, ¿quién quiere más restos arqueológicos en un paraíso de los restos arqueológicos? El Estado dejó de llevarse bien con la cultura en 1939, y los turistas no pagan por ver trastos indignos de un centro comercial. Son turistas, no viajeros. Son horda. Y esa horda que no se sabe horda, que vacía los cascos históricos, que destruye a su paso el concepto de polis y arrasa playas, montañas y parques nacionales con la excusa de vivir la naturaleza pasa esta noche sobre los cuerpos de siete u ocho personas que duermen en el suelo, haciendo lo mejor que saben hacer: pisarlas.



Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/