Las voces · 10 de agosto de 2018

Si hay sitios raros y sitios raros, éste es de los de en medio. A mi derecha, casi se ve Debod; a mi izquierda, casi el Palacio de Liria; enfrente, casi la Gran Vía y detrás, casi Moncloa. Estoy en la última planta de un edificio donde parece que no vive nadie, contemplando la Torre de Madrid y varias hileras de áticos vacíos. Ni un alma, ni un ruido, ni un coche abajo; sólo una imitación de brisa. Según el reloj, son las tres y media de la madrugada. En otro momento del año, se oirían voces por Martín de los Heros, Ventura Rodríguez y esa calle que se sigue llamando Princesa porque la élite progresista de la ciudad, que no vale ni para devolver el rojo a los autobuses, jamás se atrevería a devolverle el nombre de Blasco Ibáñez; pero es agosto, en zona de gente con posibles y de pisos-acciones sin apenas inquilinos, así que no habrá voz si no la pongo yo, okupa temporal. Ahora bien, ¿qué se grita a un mundo que no existe? Por ejemplo, lo último que se ha oído en el que existe.


Leganitos. 02.50 h.: «Vente conmigo».

Alta, refinada, de enormes rizos negros y vestido blanco, de fiesta. Me lo dice a mí, después de haberme pedido fuego y, durante tres segundos, me permito el juego de creer que no es una profesional, sino una civil con dos características dignas de encomio: ser excepcionalmente libre y ser asombrosamente inteligente en materia de hombres. Un segundo, dos segundos y, antes de que llegue el tercero —lo que se tarda en sacar el encendedor—, rehúso. Luego llega la llama y, a continuación, mis buenas noches. Ella asiente y sonríe como la cristalería de todos los salones de todos los palacios donde, por su pose, querría bailar.


Edificio Carrión. 02.45 h.: «¡Más pizza!».

El hombre que lo ha dicho está sentado en el suelo, junto a una mujer que está sentada en el suelo y un perro que está sentado en el suelo. Lo ha dicho después de dar un pedazo a su mascota, que se lo ha tragado como corresponde a su especie, sin tonterías. La pizza es pequeña, de mozzarela y tomate; cuatro porciones convertidas en ocho con un cuchillo de plástico: una para ella, una para él, una para el perro. Quedaban dos cuando estaba a punto de perderlos de vista, y el hombre y la mujer del suelo se han mirado, han mirado al animal y le han lanzado su única fortuna, cartones y cuchillo aparte. Es un labrador precioso, de poco más de un año.


Preciados. 02.40 h.: «¡Nunca me depilaré el chocho!».

La autora de la estridente confesión añade que todas las mujeres que se lo depilan son «unas zorras de mierda» y, otra vez a gritos, «unas putas». Va con cuatro o cinco más, igualmente borrachas, y todo son coños, chuminos, vaginas y pelos de Verdad Revelada. De repente, el grupo de hooligans se para en plena calle para departir sobre el exterminio necesario de cualquier «traidora» a su boscosa causa (chochocarmín, las llama una) y se abren de tal modo que ocupan todo el ancho de la calle, obligándome a pasar entre ellas. Mis botas resuenan en el silencio posterior. Callao como patio de convento.


Calle del Correo. 02.25 h.: «¿La Castellana, please?».

Por lo que puedo entender de esta familia que chapurrea inglés de Saturno y arrastra siete maletas con ruedas, quieren llegar a pie y sólo a pie; indudablemente, por ahorrar. Les doy el camino más fácil porque, si les doy otro, se perderían: Sol, Alcalá y, al llegar a Cibeles, Recoletos. No se enteran. Mi inglés es de un planeta distinto, así que tiro de bolígrafo y les hago un croquis: Sol, Alcalá y, al llegar a Cibeles, Recoletos. Vale, Alcalá no es tan recta y Cibeles no ha quedado muy redonda, pero oye. Y se van tan contentos. Y cuando llegan a Sol, paran a otro y le dicen: «¿La Castellana, please?».


Conde de Romanones. 02.00 h.: «Nos vemos».

Ha sido porque me ha pedido tabaco; es de los que recogen colillas, y no ha puesto ninguna pega a mi cigarrillo, que acabo de liar. Momentos más tarde, él me está cantando un himno del Rayo Vallecano y yo, «Vallecas 1996», de Topo. Resulta que los dos somos de Palomeras, aunque las suyas (torres) no se parezcan ni un pelo a las mías (chabolas). Naturalmente, no se lo he dicho; tampoco he dicho que soy del atleti, ni he mencionado que, por nacer, nací en Ríos Rosas. Me ha invitado a sentarme con los suyos en Tirso («seguro que tienen cerveza») y ha estado a un tris de invitarme a su casa, aunque sea la calle. A sus «nos vemos» final ha sumado un «hermano». Yo también.


Mesón de Paredes. 01.55 h.: «¡Jódete!».

Gente tirada por todas partes; pobreza, exclusión, desesperanza y, a escasos metros de ellas, a punto de alcanzarlas, ira. No es el mejor lugar para que los pequeñoburgueses hagan sus pintadas; pero ni el dolor ajeno ni el insulto que suponen al dolor ajeno impiden que insistan con sus consignas de libro de autoayuda: «Si no tienes sueños, tendrás dueños». Hasta hace poco, nadie les hacía caso; ahora, puede ocurrir que alguien se baje la bragueta, apunte a la memez y exclame lo mencionado mientras la mea. No, no he sido yo. A mí me enseñaron que esas cosas se hacen en los servicios o, llegado el caso, si te tocan mucho las narices, en bocas que son retretes.


Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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