Mejor me bajo · 29 de agosto de 2018

Los niños se empiezan a poner nerviosos a los quince minutos. Están en una parada de autobús, en compañía de una extranjera rubia que ha tenido la misma ocurrencia que yo, intentar llegar al centro. No debería ser difícil; la publicidad dice que Madrid es una ciudad muy bien comunicada; pero es agosto y año preelectoral, así que las dos instituciones que manosean la urbe y su provincia han hecho que coincidan dos desastres: su desprecio habitual hacia los desgraciados que no tienen vacaciones y su necesidad de inaugurar cosas con vistas a las urnas. Bajo tierra, el Metro está tan bien cortado aquí y allá que los viajes cortos se transforman en viajes largos y los menos cortos, en eternos; en superficie, los autobuses pasan cuando les da la gana, lo cual empuja a muchos a la locura de afrontar el calor y sufrir una lipotimia junto a alguna de las múltiples obras que encontrarán en el camino.

Cansados de esperar, las criaturas optan por las fechorías. Su madre se desespera y les suelta lo que, por la entonación, parece un «me tenéis hasta las narices» en bokmål (noruego estándar). Mientras tanto, yo me digo «tranquilo», «respira hondo», «esto es como es». Y lo es. La Corte no desmonta una ciudad entera en agosto porque haya menos gente, sino porque ellos, los cortesanos, se van; cogen sus bocas y sus culos, se largan a tragar y a cagar a otros destinos exóticos y, cuando regresan, escriben «¡vuelta al cole!» en las redes sociales. Siempre ha sido así. Bueno, antes no se oían frases tan bobas, pero la nueva política pretende dejar su marca en el cascarón del poder y, como su cultura deja bastante que desear, se abraza a lo pueril y lo convierte en hito. «¡Os vais a llevar un cachete!», amenaza la mano de la rubia. Ya son veinticinco minutos, aunque peor lo tienen en la España rural. Miles y miles de pueblos adonde no se puede ir o de los que no se puede salir si se pierde el único transporte de mierda que pasaba ese día. Lógicamente, hay más coches que casas.

Mamma, mamma, mamma, mamma, repiten los pequeños, interrumpiendo mi soliloquio; es por el trasto azul, que llega a los veintiocho minutos. Naturligvis, no hay asientos libres. El conductor arranca en seco y los niños se agarran a su madre como solución de urgencia; pero, al cabo de un rato, una de las niñas se vuelve hacia mí y me coge de la camisa, sonriendo. Oh, no. La madre me mira con horror; sus ojos dicen «pederasta» en todos los idiomas del pánico social que la prensa y la televisión internacionales crían, alimentan y engordan. Al fondo, se ve el Edificio España y, durante unos momentos, me acuerdo de la gran propuesta arquitectónica del Consistorio, exceptuada la Operación Chamartín: girar 180 grados el monumento a Cervantes. A situaciones absurdas, pensamientos absurdos. Después, gritos en bokmål (noruego estándar). Mejor me bajo.


Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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