Por el lado del pueblo · 18 de diciembre de 2018

Con ojo hay que andarse en cualquier sitio, y aquí también; pero, al menos, aquí hay vida; no un remedo de remedo de vida, como hacen los actores malos y todos los pequeño burgueses sin excepción, sino vida, tal cual, buena o mala. Cada vez que entramos, me acuerdo del país de mis mayores y del barrio donde crecí. Se habla, se ríe y se discute de verdad. La única diferencia es la etnia: en lugar de caucasianos blancos y morenos, latinoaamericanos mestizos —como dicen ellos— y orientales de múltiples categorías, casi todos españoles por lo legal o por la fuerza de los hechos. Viéndolos, parece que aún quede esperanza. Terminan de trabajar a las tantas y se van a un aledaño de la Gran Vía a relajarse un rato entre barajas de póker, jarras de cerveza y Manhattans de gasoil. Si Fortuna y el sistema se lo permiten, no habrá nada que los pare.

Nada para tampoco a las diez o doce gitanas jóvenes, maduras y decrépitas que, horas antes, habían socializado medio vagón del Metro. Yo estaba en Cuatro Caminos, esperando. Las puertas se abrieron y expulsaron a una enorme masa de personas bastante parecidas a las del club anterior, aunque con más presencia latinoamericana y subsahariana. Dentro, palmas, canciones, bailes, gritos. En general, prefiero escuchar lo mío, que esta vez eran Marlena Shaw, Bobby Womack, Marvin Gaye y Aretha Franklin, con Rosendo en medio para equilibrar; pero, en parte por admiración y en parte por dar ejemplo a la mayoría de los payos, turistas asustadizos, me quité los cascos y me sumé discretamente a la juerga. En Ríos Rosas, aún no se habían animado; en Iglesias, se empezaron a animar y, cuando me bajé en mi estación, me bajé de un tablao. Como suelo decir, Madrid tiene estas cosas; por el lado del pueblo, desde luego, incluso en sectores excepcionales, como el coro de la iglesia más antigua del casco histórico.

Miguel de Cervantes sólo salvaba tres libros de caballerías; entre ellos, estaba La Araucana, del gran poeta y soldado Alonso de Ercilla que, según Pedro de Repide, fue bautizado en San Nicolás. Y a Ercilla cito para explicar lo que pasó entre la madrugada de la Gran Vía y la tarde de Cuatro Caminos, en noche de los Austrias: «No se puede llamar materia llena/ lo que de amor no tiene el fundamento». Por capricho, por placer y quizá por complicidad, los miembros del coro interrumpieron su asueto y regalaron al pueblo allí presente un fragmento extraído del Cancionero de palacio. Con ojo hay que andarse en cualquier sitio, y en ese local, también; pero la vida no es cuestión de ojos, sino de materia llena o imitación de materia.


Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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