La madre que los parió · 21 de marzo de 2020

Las normas indiscriminadas, es decir, las que no contemplan las particularidades de los distintos casos, tienden a ser naturalmente discriminatorias. Es lo que pienso en la entrada de un supermercado de Madrid, donde estoy más en calidad de periodista que de cliente. Como los horarios son los mismos para todos los barrios, con independencia de su población y de la cantidad de establecimientos abiertos, sucede lo que ya se puede imaginar: que hay sitios donde no hay peligro de cruzarse con nadie y sitios donde se producen aglomeraciones. Éste es de los segundos; una cola kilométrica de personas asustadas que, en la mayor parte de los casos, convierten el metro de distancia obligatorio en dos o tres.

El Madrid que veo desde que se decretó el confinamiento es un vacío que sólo se rompe de forma excepcional y por la imprevisión de las autoridades central y autonómica. No se parece nada al cuento ya mencionado de los medios, que sacan imágenes de archivo para apuntalar sus mentiras o se ahorran el detalle de que los coches de tal o cual autopista son de gente que trabaja en la capital y vive fuera porque no puede afrontar los precios abusivos del mercado —léase saqueo— inmobiliario. Pero los medios no están para informar, sino para formar; y estos no forman ciudadanos, sino siervos que crean en las brujas y quemen a sus vecinos mientras justifican al culpable de su desgracia, el poder. Es una de las historias más viejas del mundo, con uno de los finales más lamentables. Y aunque algo impida ese final, causa heridas en la verdadera guerra que padecemos, por tirar de las metáforas castrenses que tanto les gustan: la ansiedad de aquel hombre, la desesperación de aquella chica o la tensión de esta anciana por el simple hecho de ir a comprar comida en un barrio de pobres, con más policías que farolas.

Dentro, todos intentan mantener las distancias, llegando a extremos absurdos y forzando imposibilidades físicas que terminan con golpes contra estanterías y encogimientos de soldados en un hoyo. «Lo que no puede ser, no puede ser», viene a decir uno de los guardias de seguridad; «la madre que los parió», declara una clienta. A escasos momentos de las nueve, una voz anuncia que se cerrarán las cajas sin contemplaciones. No quiero mirar atrás, hacia los que tendrán que dejar sus verduras, sus barras de pan y sus filetes con clembuterol. Ahora empieza la noche, la del toque de queda de facto. Nadie quiere estar en ella.


Madrid, ciudad cerrada.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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