La rata · 23 de marzo de 2020

Corre a la derecha, apretándose contra la pared de un café de la Glorieta de Bilbao. Huye de mí, consciente de que los seres humanos no les tienen afecto. Yo tampoco puedo decir que se lo tenga, aunque vi tantas en mi desaparecido barrio y me he cruzado con tantas desde entonces que ni me van ni me vienen. Pero su presencia está lejos de ser normal. El sol todavía no se ha ocultado al final de los bulevares, donde el cielo del Oeste interpreta una de esas funciones que dan fama a Madrid. No es su hora. No lo es nunca o, al menos, no lo era. No aquí, nación de fachadas, aceras y asfalto cuya opulencia aparente oculta pobrezas interiores y vende espejismos: manzanas enteras de pisos vacíos, sedes de empresas fantasma y mansiones que sus adinerados dueños sólo pisan de higos a brevas, cuando vuelven de Levante, Andalucía o las Baleares para sentirse metropolitanos.

Por supuesto, la rata tiene hambre. Puede que algún viejo eche migas a los gorriones, confiándose a las caricias de las FOP y a los gritos de la chusma balconera, pero una rata es una rata, una rata es otro asunto, y no sólo por motivos de salud (si les apetece, reflexionen sobre el canon de belleza y lo que la mayoría llama sensibilidad). Así que sale de día, se la juega, espera a que yo pase y se la sigue jugando después porque la noche ha muerto y, si no consigue algo ya, no lo conseguirá en esa extensión de sombra y destellos que de repente ha adquirido un carácter sospechoso, turbio, comprometedor, indeseable. Como decía hace poco, «nadie quiere estar en ella». ¿Quién se querría arriesgar a que lo detengan o se las hagan pasar canutas? Si los trabajadores nocturnos lo tenían jodido antes, si casi todos olvidaban que también tienen derecho a coger el Metro o comprar comida, ahora han pasado a ser malhechores o inconcebibles fiesteros, teniendo en cuenta que las únicas fiestas de estas semanas se celebran en el recogido y entrañable ambiente familiar donde medio país se está finflando —no les culpo— media producción mundial de cerveza, ron, ginebra, vino y whisky.

Reconozco que el cuerpo me ha pedido volver a mi zulo y hacerle un par de sándwiches. Por desgracia para el sistema, que anda corto de cabezas de turco, mi madera de héroe se limita a un puñado de virutas que no dan para leña, y he optado por lo de la rata: fingirme pared y hacer lo que tienen que hacerse constantemente los que no encajan en las falsísimas medias sociales ni en sus falsísimas categorías, o sea, el sueco. Eso no ha empezado con el virus, claro; pero, cuando la noche vuelve a funcionar como metáfora del mal, es que están fallando muchas cosas.


Madrid, ciudad cerrada.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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