Arrancar máscaras · 27 de marzo de 2020

Estoy en un andén de la Línea 1, caminando mientras llega el tren. A cinco minutos del feliz suceso, un guardia de seguridad se acerca y pregunta, bronco: «¿Qué está haciendo aquí?»; sorprendido, le respondo lo evidente, «caminando mientras llega el tren» y, cuando ya se dispone a complicarme el día, ve mi credencial y se va. No es la primera vez que me ocurre algo parecido, aunque no todos tienen tanta suerte. Incluso en un par de ocasiones, ese rectángulo que cuelga de mi cuello ha evitado problemas a personas que estaban cerca por simple causalidad. Pero, a pesar de ello, me apetece quitármela.

Voy a repetir lo que escribía esta tarde en otra esquina de la Red: «¿Se han dado cuenta de que sólo hay un segmento de la cultura que tenga verdadera categoría de sector esencial? Sólo uno, el mediático, la pieza central de la manipulación de masas. Si no comprenden lo que eso significa, si ustedes mismos lo dan por bueno, la humanidad está perdida.» El sistema decidió hace tiempo que la cultura en términos de creación es una bagatela de la que saca pocos billetes y escaso beneficio político, con el agravante de que siempre existe el riesgo de que alguno de sus excéntricos representantes se salga del redil cortesano y empiece a hacer su verdadero trabajo, desde forzar el lenguaje en busca de fórmulas nuevas —también de pensamiento— hasta expresar lo que no se dice o no permite decir en el ámbito de la política y, desde luego, de los medios. La televisión es esencial, por poner el ejemplo más ofensivo, pero componer canciones o escribir obras de teatro es una gilipollez, salvo que se alcance la fama. Han dado un golpe de Estado contra la propia base de nuestra civilización, y lo han hecho porque es la única forma segura de controlar la información y la producción de universos simbólicos.

No creo que eso le interese mucho al chileno que me habla minutos después sobre la dramática situación de su país ni al dependiente español que sugiere mercados negros para comprar determinados productos; o quizá sí, quién sabe. La experiencia de este marzo, que apesta a distopía y Capital crecido, me ha reafirmado en la idea de que nunca se han llevado más máscaras sobre la máscara de la identidad. Si es correcta, alguien tendrá que arrancarlas. Y, aunque se haya olvidado, las personas que arrancan las máscaras y abren camino a las revoluciones se apellidan Cervantes, Shakespeare, Baudelaire o Chéjov, como bien sabía Lenin.

Madrid, ciudad cerrada.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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