Como el cielo del día · 22 de agosto de 2020

1) No me llevé una sorpresa cuando me dieron la dirección. El local donde íbamos a ensayar El diablo Cojuelo estaba entre Puerto del Milagro y Javier de Miguel, casi sobre la casa donde crecí y por supuesto, sobre mi barrio. Digo que no me llevé una sorpresa porque una coincidencia es una concidencia, ¿verdad? Digo sobre y no en porque la casa desapareció con su parra y sus rosales y el barrio se esfumó en su totalidad con sus panaderías, carbonerías, bares, tiendas de ultramarinos, alfarerías, talleres mecánicos, yeserías, pescaderías, carnicerías, mercerías y chamarilerías, por recordar los establecimientos de aquella zona. Pero la memoria no está sujeta a planes urbanísticos y, durante los días siguientes, empezó a calcular distancias y levantar muros derruidos para crear una imagen superpuesta al insulto de calles sin vida que es hoy: la del pasado. Y entonces, algo pequeño a mis pies; unas piezas de madera, parte de un juguete roto. El proceso se detuvo al instante, y la imagen superpuesta regresó al santuario. Me quedé con la primera que encontré. Es amarilla.

2) Aún no se ha pedido a toda la población de Vallecas que deje de ser pobre para detener la extensión de un virus, es decir, de tener que sufrir transportes públicos abarrotados para ir a trabajar y de hacinarse en pisos minúsculos porque no pueden pagar otra cosa; faltan algunas semanas y, de momento, sólo es pandemia normal. La pieza amarilla sigue en mi bolsillo, ajena al nubarrón oscuro que cubre todo el Noroeste y avanza con trombas de aire. Mientras lo miramos, Aitana afirma que el Ayuntamiento ha cerrado el Retiro por «climatología adversa», y me viene a la mente la caballería del gran Juan Martín el Empecinado, quien atacó desde Vallecas la Fábrica de Porcelana del conocido parque, donde estaba entonces el Estado Mayor francés. «Lo que ha visto este barrio», quiero decir. Alberto Sánchez y Benjamín Palencia, cruzándolo para llegar al cerro Testigo, como lo rebautizó el primero; las Brigadas Mixtas, parando la ofensiva de Franco, que arrasó Entrevías y El Pozo; toda la experiencia perdida de las luchas vecinales de las décadas de 1960 y 1970 y algún tahonero que engendró mitos: Jean Malesange, el inmigrante a quien las gentes de Maravillas llamaron Juan Malasaña y su hija, Manuela Malasaña. Sin embargo, no hay muchas tierras que no tengan mil historias. La cosa está en aprenderlas, recordarlas, repetirlas, recrearlas y pasarlas a otros si se puede para que ningún vendaval o simple céfiro las borre y se lleve la raíz.

3) Esta mañana es distinta. Estoy en un cementerio, en el entierro de un hombre que ninguno de sus familiares olvidará. Junto a mí, Nines pregunta de azul —azul claro, como el cielo del día— si la obra va bien, si los ensayos, si el texto, «si esas estrellas son tan grandes como esos astrólogos dicen cuando hablan de su magnitud». Bueno, ésas no son sus palabras; son de las frases que suenan y resuenan en mi mente, y que han traído el discurso de Vélez por gracia del si, dios de las conjunciones condicionales, supositivas, desiderativas y demás; pero pregunta y, mientras respondo, miro a su padre, miro a los míos y pienso que está bien lo de hacer lo que se hace si representa lo que se ama. Vallecas queda lejos, por donde avanza el Sol. Un árbol joven regala su sombra.

Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/