En la muerte de Julio Anguita · 17 de mayo de 2020
Ya no quedaba nada de las organizaciones vecinales de Vallecas; era la década de 1980, y tampoco quedaba tanto de los partidos de extrema izquierda, para disgusto de sus activistas o militantes más jóvenes, que leíamos a Marx y a Engels entre conciertos de Leño y cintas de punk. La realidad se estaba escondiendo a toda prisa. El PSOE de Suresnes estaba en la Moncloa, y extendía su manta de cuentas de vidrio mientras el PCE de Carrillo se envolvía la bandera rojigualda. El Madrid de la época empezaba a ser un desierto político donde la luz hiperelitista de la movida ocultaba la destrucción en la sombra del tejido social y de cualquier expresión cultural contraria a la estética y los principios del régimen; pero aún quedaba calle, que es lo importante, y ni El País ni la SER ni TVE pudieron impedir que reactiváramos, apoyáramos o pusiéramos en marcha varios focos de rebelión, empezando por uno de los mayores movimientos pacifistas de la historia: el movimiento de insumisión y objeción de conciencia, familiar directo del Movimiento anti OTAN.Por supuesto, hoy yace en el olvido. Si se puede esconder la República, el exilio, cuarenta años de franquismo, la represión posterior y hasta los cientos de miles de muertos que siguen en las cunetas, cómo no se va a tapar algo comparativamente leve. El Reino que nació sin rey en 1939 y lo puso en 1975 vive de la desmemoria, apoyado en un sueño de chiringuitos playeros y negocios inmobiliarios. No tiene más; nunca ha tenido más, y nosotros lo sabíamos. ¿Qué pasó entonces para que un sector de los crecidos a la sombra del MC, la LCR, el PCPE o los restos del anarquismo pidieran el ingreso en una organización semisistémica como Izquierda Unida? En algunos casos, la típica ambición juvenil; en otros, la campaña contra la OTAN y la Plataforma Cívica —dirigida por Antonio Gala—, que fue germen de IU y, por la parte que me toca, dos hechos fundamentales: la llegada de Julio Anguita a la secretaría general del PCE y la caída de la Unión Soviética, que anunciaba la extensión del capitalismo más salvaje hasta los últimos rincones de la Tierra y la eliminación del estado de bienestar socialdemócrata, que no duraría mucho sin el miedo a Moscú. Teníamos que actuar, coger la estrella roja y levantarla otra vez.
Hace un par de días, afirmé que la España de hoy es más ignorante, sumisa, acomodaticia y miedosa que la que analizó Max Aub en La gallina ciega. El proceso iniciado por el generalísimo y continuado por los González de la Transición ha alcanzado «sus últimos objetivos militares», que dijo el primero; pero, durante un periodo no tan corto, existió la posibilidad de sabotearlo por las tres vías que Julio Anguita había devuelto a un PCE apenas rescatado por Gerardo Iglesias: la oposición al Tratado de Maastricht y la recuperación programática de la República federal y el derecho a decidir. Ésa fue mi razón para unirme a los herederos de Antonio García Quejido; ésa, y la sospecha de que aquel malagueño de verbo y modales republicanos que había sido alcalde de Córdoba podía unir a las familias activas en un consenso rupturista de mínimos, lo cual pasaba por negarse a ser bastón de un PSOE de alma liberal en el peor sentido de la palabra. Y nos empeñamos en ello. Y crecimos. Y sobrevivimos a los Antonio Gutiérrez que querían disolver el PCE. Y aguantamos la peor campaña mediática de criminalización y difamaciones que ha sufrido ninguna organización en nuestro país —abertzales aparte— con aquel insulto a la inteligencia de la famosa pinza, cuando el único partido que votaba sistemáticamente con la derecha era el socialista. Y ganó la gallina ciega.
No me voy a extender con los sucesos de 1999. El infarto de nuestro secretario general y su dimisión facilitaron el plan de Nueva Izquierda, sus patrones de Ferraz y los apparatchik de IU y el PCE, temerosos de quedarse sin empleo. En el desconcierto de la militancia, impusieron su acuerdo con el PSOE y consiguieron lo que todos los casadistas, que la reacción triunfara rápida y absolutamente. Pero muchos ya no estábamos allí. Mi carnet del PCE descansaba en la maleta donde todavía sigue —cosas de sentimientos—, y mi trabajo en cierta revista alternativa, que habíamos convertido en la más influyente de la Red, terminó de mala manera. Se había perdido la oportunidad, el impulso, la confianza. Estábamos peor que al principio, entre un discurso sistémico omnipotente y una calle vacía, con menos manos para pasar el hilo rojo y menos voces para fortalecerlo. ¿Eppur si muove? Sí, siempre se mueve, como le gustaba recordar a Julio Anguita. Y este sábado, al recibir la noticia de su muerte, me he aferrado especialmente a ese recordatorio y a su condición necesaria cuando no hablamos de planetas, sino de personas: el pensamiento crítico, que él defendió hasta en sus momentos menos lúcidos, consciente de que no habrá futuro si seguimos instalados en la obediencia y la resignación.
No diré hoy, ni por respeto
«sit tibi terra levis, camarada»,
porque sólo muere lo que no deja huella.
Madrid, mayo.
— Jesús Gómez Gutiérrez
Arrancar máscaras / Por lo que pueda pasar