Trafalgar · 16 de noviembre de 2020

Es una situación amarga; no tanto por lo que ocurre como por continuación de qué: el camino desde Mesón de Paredes, tan reiterativo en lo social que casi me cansa describirlo. ¿Cuántas veces se debe citar la palabra exclusión o la palabra pobreza? ¿Sirve de algo? La mayoría prefiere creer la realidad falseada y convenientemente reducida que venden los medios, y no creerá otra cosa hasta que el sistema le fuerce a decir «una moneda, por caridad», momento en el cual rodarán cabezas (hacia ninguna parte, porque el carácter culturalmente burgués del ciudadano medio da para caos o reacción, no para revoluciones). El barrio de la situación es Trafalgar, la zona menos conservadora de la conservadora Chamberí, donde los vecinos de oro y de latón se siguen mezclando sin demasiada bronca, saludándose a veces; el sitio, una esquina de Luchana:

La mujer está en el suelo, tendida entre la acera y el carril bus, transversal a la calle. A simple vista, parece que la han atropellado. Junto a ella, un chaval oriental divide sus esfuerzos entre intentar reanimarla y alejar violentamente a los que se acercan. Empuja, amenaza, insulta. Ha perdido los estribos. Pero el pánico que atraviesa su ira no se debe al estado de la mujer, quien sólo ha sufrido «un desmayo», como declara desde abajo con acento caribeño; tiene otra razón y, aunque ésta tarda en manifestarse, explica el desconcertante hecho de que nos trate a todos como si fuéramos agresores. Al parecer, un hombre de sesenta y tantos años que no sale de su asombro ha hablado de llamar a la policía, y el chaval ya se ve expulsado del país con la yacente. No hay más; tampoco menos. Quizá no sepa que el hombre no ha dicho «policía» pensando en deportaciones de ilegales, sino porque es lo que se hacía en su mundo. O quizá lo sepa y no se quiera arriesgar. O quizá no haya tenido ocasión de pensar nada, porque la urgencia que insta a la acción pone en marcha automatismos no siempre controlables, y no hay duda de que los dos jóvenes están curados de espanto en materia de fuerzas de orden público.

Sea como sea, me siento en la necesidad de decir: «Ambulancia. Lo que quiere es llamar a una ambulancia». Para entonces, los curiosos se han ido —alguno, de mala manera— y han dejado el campo libre al buen samaritano que pretendía ayudar a la mujer y al buen samaritano que pretendía ayudar a la mujer y ha terminado de traductor. El chaval, que empieza a comprender el equívoco, pide disculpas por su comportamiento. Un minuto después, la joven se incorpora como puede y se marcha con su avergonzado novio; pero ahora hay otra víctima: el hombre de sesenta y tantos años, que se ha sentado en el bordillo del parterre y se mira los pies con una mezcla de incomprensión y tristeza. Por supuesto, me quedo con él. Le intento explicar.


Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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