Una buena velada · 22 de febrero de 2021

Es de noche, casi en otro país. Estamos sentados alrededor de una mesa de hierro, redonda, pequeña, con cuatro copas y un cenicero. Como en tantas ocasiones posteriores, hemos hablado de política, de literatura y, específicamente, de teatro, tema al que sacamos punta porque estamos preparando un proyecto donde vas a estar tú, «Ambiente familiar»; pero tampoco se puede decir que le demos muchas vueltas —ya se las daremos cuanto llegue la acción—, y enseguida volvemos a montar y desmontar el mundo y a indignarnos y reírnos con él. Seguro que lo recuerdas; fue hace unos años, muy cerca de tu casa, justo detrás del edificio más antiguo de Madrid, la iglesia de San Nicolás de Bari.

He elegido esa imagen entre todas las que tengo de tí porque fue el punto de partida de nuestra amistad, que este sábado, a mediodía, ha cambiado. A veces no hay solución. Y, como huelga decir que la muerte se estrellará contra esa amistad y te quedarás en el resto de los días como se quedan todas las personas que se ganaron mi afecto y mi respeto, prefiero curarme en salud y anclarte a un momento fundacional antes de que te pongas a ensayar con mi memoria y empieces a interpretar papeles que no son propiamente el tuyo, el de Fernando Romo, actor, director y hombre tan comprometido con su vocación que no dudó en salir a las tablas del Español en plena quimioterapia para hacer un personaje de la que al final fue su última obra, la que Aitana Galán y yo estábamos escribiendo aquella noche. Ni siquiera imagino de dónde sacabas las fuerzas. Venías un día y luego, otro; eras Kaze, y lo habrías sido hasta sin voz si no te hubiéramos pedido que descansaras.

La vida no suele ser generosa con los que no se someten; no en España, al menos, no desde hace tiempo. Tú lo sabías bien, y estoy seguro de que hoy te divertirían las condolencias de muchos de esos cortesanos que te dieron la espalda una y otra vez; pero no lo menciono por hacer sangre, sino por otra razón: que lo que no pone la vida, lo tienes que poner tú, y a tí no te asustaba en absoluto. De jóvenes, esperamos milagros; de mayores —si hemos aprendido alguna cosa—, los hacemos. Tú los hacías, con cuerpo de gran intérprete y venas de calle, barrio, pueblo. Cómo no iba a ser amigo tuyo. Lo demás vino después, desde el hecho nada irrelevante de que tengamos la misma pasión (te habría gustado la corona que la Radical ha enviado a Marqués de Vadillo: rojiblanca, por supuesto) hasta el sinfín de coincidencias, relaciones y afinidades que aparecen cuando viajeros de caminos similares se detienen a charlar.

Vuelvo entonces a las noches de Bari, donde te quiero tener. Estamos sentados alrededor de una mesa de hierro, redonda, pequeña, con cuatro copas y un cenicero; estamos Carmen, Aitana, tú y yo. Como en tantas ocasiones anteriores, hablaremos de política, de literatura y, específicamente, de teatro, tema al que sacaremos punta porque hemos tenido otra idea de las nuestras y queremos que tú formes parte. No sé de qué hablaremos cuando acaben las palabras de autores, directores y actores entusiasmados y empiecen las de actores, directores y autores de bolsillos vacíos, pero será una buena velada.


Madrid, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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