Excursión · 18 de agosto de 2009

1. Seis millones de personas y un tanto largo sin contar los ilegales, que harían de la suma siete o más. Pero aquí, a esta hora de agosto, con Madrid detrás de la primera Sierra y de la segunda, no hay nadie; sólo nosotros, pasos en la tierra y sol mientras V. comenta algo sobre el país que fue y A. señala el territorio de los veranos de su infancia. Casualidades. Ella de espaldas a Navacerrada y yo de frente. No todos los años, es verdad, pero muchos. Y luego discutimos si lo que vuela al fondo, hacia Guadarrama, es águila imperial o buitre negro.

2. Mi mirador de entonces está cerca, por el valle y arriba y más arriba. Con un esfuerzo mínimo se puede volver allí, ser ese chico y girar la cabeza hacia veinticinco años más, de forma que observe a los tres que aún siguen con la cuestión de las rapaces. El problema no es la gran tajada de los veinticinco años, sino la pequeña de las horas que separan la media tarde de la noche cerrada, porque al mirador iba a las doce, a la una, a las dos, a veces después, y no por ser perfecto para investigar escotes (mejor las camas y las alfombras), sino por las estrellas. Todas. Con sus nombres y en sus constelaciones, infinitamente más brillantes que en mi barrio. En eso, también igual.

3. Destino, Monte del Pardo; medio, la carretera: uno de los secretos más obvios de nuestro carácter animal, que el poder rebaja porque conviene a la ficción de justicia, de convivencia, de final feliz; pero el código de circulación excluye el juego de devorar y ser devorado, así que nos limitaremos a la sincronía. Bandadas de miles de pájaros que vuelan ala contra ala, casi juntos, a velocidades altísimas, evitando el desastre, y la gente se extraña y se maravilla y pide un documental. ¿Esto es distinto? No; si acaso, más clarificador. Cuando acaba el viento y el zum de los neumáticos, subimos las ventanillas. Han sido cuarenta kilómetros de mover los labios sin entendernos nada; la mejor de las conversaciones.

4. «Guarda mayor y conservador perpetuo del Pardo», quería ser Azaña «cuando gane usted la guerra, Negrín». Más de una cuarta parte de todo el término municipal de Madrid, un paraíso que apenas dista ocho kilómetros de la Puerta del Sol y un tiro de arco de la Complutense, aunque alguno crea que el Pardo sólo es edificio, el que empezó como pabellón de caza de Enrique III y Carlos I convirtió en palacio. En una de sus fronteras, bien cerradas por Patrimonio Nacional, los curiosos se aprietan contra la valla para dar comida a los gamos y a un ciervo, porque también hay dos jabalíes, pero descansan despatarrados y enseñando sus partes a la hembra del cuatro por cuatro. Después, rojos y naranjas, poniente se impone. Llega la noche.

Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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