Donde una calavera · 11 de septiembre de 2009

La Plaza del Cordón está vacía, como siempre a estas horas. Llego por la calle del mismo nombre y me detengo unos segundos, antes de doblar a la izquierda, porque este silencio de ecos distantes y esquinas que prometen misterios y quizás problemas cuenta tantas historias y alguna más como todas estas casas, pero sin piedra, sin renacimiento, sin barroco, sin luna.

A pocos metros de aquí hay otra plaza; es el solar situado entre las calles de Sacramento, Duque de Nájera, del Rollo y Madrid. En su día, según dicen, hubo en él una manzana de donde surgieron tres de las leyendas más conocidas de la ciudad: la leyenda del guardia de Corps, la leyenda de la cruz de palo y la leyenda de la casa de los gatos. No hace mucho, a principios de verano, pasé por delante; tres o cuatro felinos, blanco uno, pardos el resto, comían alrededor de una persona arrodillada que naturalmente me recordó a la anciana de la tercera leyenda. Me acerqué y descubrí que, en efecto, era una mujer; pero no de edad avanzada, sino joven.

Para entender mi sorpresa posterior, hay que cambiar de fecha, de hora y de lugar, aunque la distancia a recorrer es corta: Traviesa, Mayor, San Nicolás y, por último, la Calle del Biombo, que suelo coger para salir a Factor y acercarme a la Plaza de Oriente por ese espacio casi secreto, entre árboles, que se oculta de la mirada de Bailén. Eran poco más de las once menos cuarto, y aún quedaba puesta de sol más allá de Sabatini. Tenía prisa y tropecé con la silla de una terraza, que sonó metálica y aguda. Cuando alcé la vista, vi a una mujer nada común; me pareció la María Magdalena de Piero di Cosimo, pero con la actitud remota, la piel clarísima y el cabello leve de la Magdalena Penitente de Antonio Canova. Si me miró a mí, me atrevesó; si miraba detrás, me vio como un fantasma.

Fue ese detalle único, el de ser súbita e inesperadamente un fantasma, incorpóreo, apenas un velo, y el de serlo ante una aparición fugada de un lienzo o del mármol, lo que me detuvo en seco y me mantuvo en el sitio hasta que ella se giró sin el menor movimiento de telas y desapareció. Di por sentado que habría entrado en alguno de los portales de Factor y me marché. Humana o sobrenatural, se estaba haciendo tarde.

La mujer del solar era la misma; con la piel manchada, el pelo enmarañado y la ropa sucia, pero la misma. Es una vagabunda de los Austrias, y que de hecho, a base de cruzarnos y de intercambiar saludos y comentarios breves, me resulta más que familiar. Puede que la luz del crepúsculo cambiara su aspecto en mi imaginación; o puede que yo la viera, cosas que pasan, como es, como fue o como sería en una realidad menos implacable. Esta vez no me miró, no levantó la cabeza; mantuvo los brazos estirados, con las palmas hacia arriba. Yo me incliné y dejé unas monedas en su gorra. Justo a un lado, donde una calavera acaricia la rodilla de la Magdalena Penitente.

Madrid, 11 de septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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