Músicos · 1 de octubre de 2009

1. La terraza está en uno de los mejores lugares que se me ocurren, el cruce de Pontejos con Postas; sobre todo a primera hora de la noche y entre semana, cuando las hordas de la Plaza Mayor se han retirado. Pero al margen de los precios, que se adivinan (lo desconozco) escasamente aceptables, tiene el defecto de cualquier sitio de paso: es objetivo de esos seres con acordeón o flautas traveseras que han sustituido a los del teclado Casio y la cabra. Son las once, hace calor y Sol sigue en el caos.

2. Delante de la Mallorquina, cuatro rubios muy rubios y una rubia muy rubia, todos de pelo liso y más o menos por los hombros, tocan respectivamente tres banjos, una guitarra española y un tambor. En el cartel puesto junto a la gorra se presentan como un grupo que está de paso y tiene que pagarse el hostal hasta el viernes. Tocan temas típicos del medio oeste de EEUU, tirando a bluegrass pero sin violines babosos, y con un punto a dixieland. Me quedo diez minutos. Son buenos, a pesar de que se les nota hartazgo por exceso de calle. La gente aplaude, deja monedas, asiente y sigue su camino. En mi opinión, merecerían dormir en el Palace (el Ritz no admitía artistas), pero doña justicia premia el talento con servicio compartido y camas que crujen.

3. La Mariblanca queda a mi espalda, en su nuevo domicilio a la entrada de Arenal, y enseguida el Oso y el Madroño, que el Ayuntamiento ha enviado al principio de Alcalá sin que nadie proteste. Hace tiempo, cuando las autoridades eran más tolerantes, los que yo me sé salíamos del Retiro o de donde quiera que estuviéramos y sacábamos lo suficiente para seguir tirando. Siempre teníamos tres o cuatro músicos excelentes, incluido J., que a veces dejaba la orquesta, llevaba el violoncelo a las escaleras del Palacio de Cristal y nos provocaba temas imposibles a la legión de guitarristas. En cierta ocasión, J. dijo: Bach. Y a pocos pasos de Caballero de Gracia, bajo el Metrópolis, reinventamos el preludio de la suite nº 1.

4. Si afirmara que todo era siempre tan perfecto, mentiría; aunque la peor de las improvisaciones se puede salvar con el mejor de los espectadores. Fue lo que ocurrió una vez en el Dos de Mayo, en uno de sus antiguos terraplenes de arena; la gente se empezaba a marchar y me quedé en compañía G., destrozando canciones con letras que no fueron del agrado de las fuerzas de orden. Ya me encontraba en el maletero, apretujado contra la guitarra, cuando G. decidió que un amigo es un amigo y que mejor dos detenidos que uno solo. Pasamos la noche en la comisaría de la Calle de la Luna (otro día te hablaré de Huertas). Cuando salimos, João Gilberto nos había conseguido un par de billetes: me los dio un japonés por una baiana que mexe, remexe, dá nó nas cadeiras/ deixando a moçada com água na boca.

Madrid, octubre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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