Gran Vía · 10 de febrero de 2010

Está entre mis primeros recuerdos, junto con las caras familiares, la rueda de un 1500, las calles blancas de Palomeras y un recinto lleno de leyendas y fantasmas, la Casa de las Siete Chimeneas, que entonces pertenecía a un banco. Durante los juegos en los descampados de Vallecas, era la promesa de Madrid, paraíso distante; durante los juegos en la Plaza del Rey, junto a aquel garaje ya desaparecido, un rumor de voces y coches que llegaba por Infantas. Quiero decir con esto que siempre ha formado parte de mi paisaje; pero pasaron años antes de que el asombro se convirtiera en adicción.

Fue a mediados de la década de 1980. Cada mañana, cuando el sol aún no había tocado sus aceras ni mucho menos las de Valverde, por donde yo salía, me dirigía a alguno de sus bares y pedía un café innecesario, que solía ser el segundo o el tercero, para poder mirarla tranquilamente antes de bajar al Metro en Telefónica. La vida cambió despues y se volvió más flexible; podía verla cuando quisiera, en cualquier momento, sin necesidad de someterme a amaneceres tanto más intempestivos cuando llegaban tras noches sin dormir. Sin embargo, seguí con la costumbre de saludarla a primera hora; especialmente los domingos de verano, que la descubren vacía.

El día 4 de abril cumplirá cien años; pocos, casi una niña, para nuestra ciudad. Hace unas semanas, bajo la nevada que la cubrió por completo, me dió por pensar que mis abuelos no habían nacido cuando el viejo proyecto de finales del XIX echó por fin a andar y se llevó barrios y calles enteras por delante, superponiéndose a San Miguel, Jacometrezo, San Jacinto, Leones y la Travesía del Desengaño y borrando pedazos de Montera, Red de San Luis, Hortaleza, Fuencarral, Clavel, Víctor Hugo, Caballero de Gracia, Abada y tantas otras; imaginé su admiración al encontrarla por primera vez, fotografiada en alguna gaceta, y al pisarla por primera vez, toda siglo XX, tan fantástica como el nuevo mundo de la radio, los aviones y los zepelines y tan prometedora como el país que estaba gestando su II República.

Cualquier persona que sepa mirar la arquitectura, convendrá que la Gran Vía, particularmente en sus dos primeros tramos, los que fueron de Conde de Peñalver y Pi i Margall, es una de las avenidas más bellas de Europa; no es poca afirmación para un continente cuyo corazón está en sus calles, pensadas para pasear, y en sus piedras labradas, volúmenes de una biblioteca. Pero en mi caso, he llegado a la conclusión de que no juego a buscarle los cielos ni los detalles por la belleza, sino porque me ayuda a recordar que la realidad es más que cualquier presente y cualquier pasado.

Madrid, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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