Voz · 19 de marzo de 2010

1. Por el camino, pasando el cruce de adoquines rojos, pasando los adoquines negros que bordean el cruce y poco más allá del bache gigantesco —como rueda de camión— que ya está en los adoquines grises, oigo una frase de un viejo revolucionario: algo sobre la imposibilidad de ser libre mientras haya quien no lo es. Viene de un chaval que la ha soltado a otros chavales parecidos, quienes lo miran con incomprensión y algún recochineo. Yo, que simpatizo naturalmente con él, me quedo con ganas de darle el pésame; su verdad no le será precisamente rentable a las diez y media de este viernes, y si sigue así a las diez y media de un viernes de dentro de veinte años, tendrá problemas. Dicho esto, no obstante, hay un presente peor: ni se ha fijado en la chica que se come su energía con los ojos, comprendiendo por el roce. Aún no ha llegado al Brecht de «Lección de amor» (Me apetece que la virtud tenga trasero/ y que el trasero tenga sus virtudes).

2. Ahora es un cruce. También de adoquines y también con sus baches, por donde asoma hierba. Pero es más tarde, aproximadamente la una. Y de entre dos coches, visible de repente porque ha subido a la acera, invisible antes porque la calle está oscura y los coches son grandes, surge una voz breve y una preciosidad minúscula, como a escala, cuya cara triste se alegra enseguida por obligación laboral en el gesto de ofrecer tarjetas para un club. La he visto en otras ocasiones y sé que se le da bien; sabe entrar a la gente y ganarse el porcentaje. Lo malo de esta ciudad, sitiada en los bolsillos, tremendamente feroz, es que harían falta muchos porcentajes de muchos días de muchas semanas de muchos meses para tener un simple rincón donde caerse muerto o, en su caso, poder subirse a un avión y ver otra vez a su familia. Más arriba, las buenas gentes que llenan ciertos locales de Malasaña, regalan leyes de desahucio a los pobres y cantan, de cuando en cuando, la Internacional.

3. Las pisadas que llegan de atrás son rápidas, con un metal añadido que anuncia muletas; me aparto para dejar pasar al cojo y desaparece por Pozas. Después hay un silencio de varios minutos, uno de esos silencios que siempre resultan extraños en el centro de la ciudad, aunque sean comunes; las calles estrechas y las subidas y bajadas juegan a capricho de caverna; ahogan el sonido, lo multiplican un rato o reciben tras un recodo con una explosión de voces que, después, parecen viento. Hoy, los minutos duran hasta San Bernardo y se recuperan Noviciado adelante. En un portal, dos mendigos beben, fuman y hablan en voz tan baja que es imposible que se oigan. Mueve la boca uno, asiente otro, mueve la boca otro, asiente uno y no sale nada de nada. Ya se alejan mis pies hacia Conde Duque cuando cambia la iluminación y me giro. Ahora son dos mendigos y dos policías que mueven los labios sin palabras. El coche patrulla, en mitad de la calle, dice azul, noche, azul, noche, etc.

Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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