Hadar · 30 de julio de 2010

1. De madrugada, con luna, una pareja descansa contra el muro de la Iglesia de San Ildefonso. Él está despierto; ella, aparentemente dormida. Junto a los dos, una bolsa, una correa y un perro. Como es tarde y no queda nadie, o tal vez porque sí, porque han hecho de la plaza su parque o su palacio, él la acaricia sin contemplaciones y añade una mirada que se distingue a lo lejos: te quiero, te seguiré hasta el fin del mundo, te quiero, te seguiré hasta el fin del mundo. Rosalía de Castro, que se casó detrás del mismo muro y vivió algo más allá, en Ballesta, lo explica: «Ya que otra luz más viva que la del sol dorado/ y otro calor más dulce... » Parecen dos enamorados más. Y lo son. De 24/7, veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Pero no es el perro quien lleva el collar.

2. La puerta está cerrada a estas horas. Una puerta enorme, negra, típica de algunos palacios de los siglos XVII y XVIII y de ciertas casas señoriales que, por falta de lujo exterior, tienden a confundirse con el paisaje. Dentro no se oye nada; crujidos, goteos, nada. En la fuente del patio se mueve una sombra que resulta ser exactamente eso; en las ventanas que dan al patio, ventanas altas, casi balcones, se adivinan caras que no están ahí; y en el propio patio, si se espera lo suficiente, se sentirá una presencia a la espalda o fuera del campo de visión. De día, con las puertas abiertas, sólo es un edificio de escaleras y rellanos de tarima que dan a pisos divididos en un sinfín de despachos y cuartos de baño para uso colectivo; cualquiera puede entrar y perderse un rato por los corredores. Así llegó ella la primera vez; eligió la escalera de la izquierda, curioseó hasta el último piso y, por fin, por buscar, encontró a uno de los pocos habitantes nocturnos que no son sombras.

3. En treinta minutos habrá un principio de luz que empezará a incordiar a través de la persiana y las cortinas; pero será en treinta minutos. De momento hay una habitación a oscuras, cuyas siluetas se distinguen por el alumbrado de la calle, y una mano que se extiende hacia el espejo del armario porque los ojos del cuerpo al que pertenece necesitan un reflejo con urgencia, un asomo de normalidad, aunque consista en cinco dedos apenas distinguibles. Cuando lo consigue, aparece otra mano que roza el brazo de la primera y se detiene en la muñeca; lleva unas líneas largas que terminan en algo rojo, como amapolas. «Manchan. ¿Quieres una?», dice una voz, tajante. El roce posterior, frío, con surco en la piel, inicia veintinueve minutos más en una noche sin negociación de límites.

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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