Tarde de agosto · 27 de agosto de 2010

1. Samuel, desempleado, inmigrante, ilegal, se pone delante del supermercado y abre la puerta. Llega un cliente, abre la puerta; sale un cliente, abre la puerta. Cuando alguien le da, o por lo menos cuando alguien le da más de lo previsto, veinte céntimos en lugar de diez, diez en lugar de nada, pronuncia un gracias corto, sin concesiones; pero su actitud es la misma en cualquier caso: se aparta con rapidez, mantiene una distancia perfectamente respetuosa y nadie le encontraría el menor asomo de servilismo. Le pasa lo que a los camareros de la vieja escuela, que sólo se diferencian de los invitados a una fiesta porque ningún invitado a una fiesta puede ser tan elegante.

2. Elena tiene un plan; en su cabeza, excepcionalmente organizada, sueña un amor que tendrá tantos metros de altura por tantos de anchura, con cajones que se deslizan sin ruido y perchas capaces de soportar el peso del sinfín de compromisos que tendrán que soportar, porque Elena es de vida hecha y el amor debe encajar en su vida hecha; pero ademas de un plan, también tiene un corazón: uno incapaz de enamorarse de nadie que admita ese plan. Hoy nos hemos cruzado en el camino; iba con un tipo y parecía feliz. Mañana, cuando se activen los circuitos de su educación, Elena reventará la felicidad y dejará el cadáver en cualquier sitio, como si no fuera con ella. Podría cambiar; pero entre cambiar de sueño o cambiar de corazón, ha empezado a odiar a los hombres.

3. Raquel, filóloga, cuarenta y seis, veintitrés de experiencia laboral, perdió su empleo y su casa hace dos veranos. Trabaja en lo que sale, ahorra en lo que puede y ya ha vendido lo que alguna vez tuvo, que era poco, un utilitario de segunda mano y una alhacena antigua heredada de su abuela. Sabe que aquí no saldrá del arroyo; es demasiado vieja para el mercado y se arriesga a perder el resto de su vida en un país que ni la necesita ni la quiere. «Mejor me voy —dice—. ¿Qué quieres que te traiga cuando venga de vacaciones?» «Unos pantalones de tartán escocés, de tubo», y Raquel se ríe y responde «hecho» alzando el garlo aunque sabe que yo sé, o porque sabe que yo sé.

Madrid.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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