Donde no hay · 14 de septiembre de 2010

El tramo está vacío a primera hora de la noche; se oye el tráfico de San Bernardo y de Quevedo cuando alguien pega una voz desde alguno de los edificios que quedan a la izquierda. El paseante no se detiene; sólo se da por aludido dos gritos más tarde y sólo porque, siendo la única persona en toda la calle, es también la única a quien pueden llamar. Cuando por fin se gira y alza la vista, tarda un rato en localizar el balcón. No hay mucha luz.

Arriba, en un quinto piso, asoma el pelo blanco de una mujer; lleva bata de color claro, tal vez azul, y tiene alrededor de setenta años. Está apoyada en la barandilla, pero de forma extraña, con el cuerpo demasiado hacia atrás y la cabeza demasiado baja, como si quisiera ocultar su presencia a miradas curiosas. Al comprender que ha logrado su objetivo, sonríe débilmente y pronuncia unas palabras que abajo, en la acera, suenan ininteligibles, casi un rumor. «No la entiendo», grita el paseante. La mujer repite la frase. Quiere que se acerque al portero automático de la casa y que espere allí.

Pasa un minuto escaso. La voz que suena entonces es firme, aunque con un fondo de nerviosismo, y es amable, aunque distante; si no hubiera visto a la mujer en el balcón, el paseante no sabría si es voz de ochenta años o de treinta con mundo y cicatrices. «Buenas noches», empieza, «perdone que lo haya llamado de ese modo», y sigue con una explicación y una petición tan inesperadas como lo demás: que anda mal y no puede bajar las escaleras. Que necesita «una tontería, un cartón de leche». Que si puede hacerle el favor de comprarle uno y subírselo. Que la tienda está cerca, «en la otra esquina», a un par de manzanas.

El paseante dice la verdad, «se lo compraría encantado, pero no llevo nada encima». «Es barato, menos de un euro», insiste ella, pensando que miente. «¿Qué le parece si subo, me da el dinero y se lo traigo?» Silencio; cinco, diez segundos de silencio y luego un «discúlpeme» triste y una comunicación que se corta. En ese momento, contra el portero automático apagado, reflejándose en el cristal de un portal a oscuras, el paseante entiende la historia real. La mujer no tiene dinero, ni para un cartón; ha pensado que se lo compraría y que después no querría cobrárselo, o que no tendría corazón para negar tan poco. Y ha pensado bien, pero donde no hay.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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