Intervenir · 19 de octubre de 2010

Hacia las cinco y veinte de la tarde, un hombre bajo, de pelo corto y jersey marrón, empuja una de las puertas de cristal y camina hacia la barra. Su cara dice que no es de aquí, que es de campo y buena gente; su voz, a punto de sonar, añade que proviene de un lugar donde nuestro pasado es el presente de otros. Nada relevante, salvo por la pregunta que dirige a la camarera: «¿Tienen teléfono público?»

Sólo dos clientes han seguido con lo que estaban haciendo: las dos «yoyoyo» que siempre piden un té y un cafe con leche, aunque la menos pija de las dos, la del café, empezó a incluir otros pronombres al principio de la crisis. Los demás se han vuelto hacia el recién llegado con asombro. Un teléfono público. En un bar. Vale, todavía queda algún bar con teléfono, pero tan público y tan de pago como las cabinas. ¿Quién entra en un bar a pedir un teléfono? A la respuesta de la camarera, «no tenemos», se ha opuesto un «¿dónde podría llamar?».

Durante los segundos posteriores, silencio detras la barra, silencio delante de la barra, «yoyoyo» de los dos cachosdecarne, el hombre del jersey marrón ha dado las gracias y ha vuelto sobre sus pasos. Ya estaba en la calle cuando uno de los clientes lo ha alcanzado a toda prisa. Al parecer, había llegado a Madrid por la mañana; sus hijos se habían marchado a trabajar, él había salido a dar un paseo y etcétera hasta el momento del teléfono, porque en su país, o al menos en su pueblo, los bares tienen teléfonos públicos.

Quince minutos después, el mismo hombre que acompaña a una cabina al hombre del jersey marrón, se dispone a comprar un paquete de tabaco. Tras responder «fumo negro» a la chica que hace promociones de rubio, se pone a la cola y espera. El primer cliente, un chaval, paga lo que tenga que pagar y pregunta por una tienda que se encuentra a veinte metros de distancia, en una calle tan concurrida y de paso tan obligado que hasta el turista de estancia más breve sabría dar indicaciones. «No me suena», gruñe el primer dependiente. «Me habían dicho... », insiste el chaval. «Aquí no es», lo interrumpe el segundo, sin mirarlo.

Este tipo de escenas son demasiado habituales. A veces tienen excusa: la perplejidad de la clientela ante un viejo que quería un teléfono; a veces, la mayoría, ocultan una enfermedad social. El hombre del final de la cola ha levantado la voz y ha explicado dónde estaba la tienda. No ha sido un gran esfuerzo; abrir la boca, intervenir, echar una mano en lo que no cuesta nada. Y sólo entonces, cuando ya estaba dicho, los dependientes han recobrado la memoria y el resto se ha sumado a las explicaciones. Será que están dormidos.

Fuencarral, siete de la tarde.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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