Cielo abajo · 28 de octubre de 2010

1. Es un grupo grande, que en otros tiempos habría resultado extraño porque su principio de ira, al borde del desprecio de la ley, era más propia de gente sin obligaciones, es decir, estudiantes. Aquí no baja ninguno de los cuarenta; tienen buenas razones para la ira y tienen derecho a hacer lo que van a hacer, aunque sin mucha práctica: como sacudan ese cóctel molotov, saldrán ardiendo. «No se hace así», interviene uno, obviamente sur-sudeste o norte pobre, las únicas zonas donde en la década de 1980, en la adolescencia de todos los presentes, aún se formaban militantes. Segundos después, el cóctel se estampa contra el portalón. Esto tampoco saldrá en la prensa de mañana; pero ilumina la noche en más de un sentido.

2. La identidad de los recién llegados al hospital es evidente; dos policías, hombre y mujer, y un detenido, hombre, negro, bien vestido, con una chaqueta sobre las manos que los policías le han puesto para ocultar las esposas. Al cabo de unos minutos, se ponen a charlar:
—¿Te gustaba Madrid? —pregunta ella.
—Sí, mucho —responde el detenido—. Aquí se estaba bien.
—Pero si no hay quien viva... ni con el sueldo de mi marido nos alcanza para vivir –recalca ella.
—Es verdad, esto es una mierda, estoy harto —afirma su compañero, que se gira hacia el detenido—. ¿Qué vas a hacer cuando vuelvas a Nigeria?
—No sé, bueno, tengo una casa... si vais alguna vez, pasad a verme. Siempre hay una habitación libre.
—Gracias, hombre... –asiente el policía.
En ese momento aparece una enfermera, bata, coleta, zapatos bajos. Les dice que tienen que esperar o dejar al detenido en una de las salas, pero que el hospital no se responsabiliza si se fuga. La agente juguetea con su chaleco y contesta «esperaremos» antes de interesarse sobre los fines de semana en una localidad remota de África.

3. El eco de las sirenas se apaga; todavía se oirá un estruendo seco, de contenedor tirado, y luego sólo pasos. Cuando faltan unos metros para lo alto de la cuesta, un reguero de agua surge por la esquina, le moja una bota y sigue calle abajo. De dónde sale tanta agua, da igual. Se lleva una mano a la cazadora, saca un papel, lo estira, lo alisa y lo dobla con más cachaza de la debida hasta tener no un barco, sino un avión. Es capricho. Y que se ha acordado del epitafio que Johannes Kepler escribió para su propia tumba: «medí los cielos/ y ahora mido las sombras». El avión brilla contra los adoquines y vuela en la corriente.

Madrid, octubre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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