Arquitecturas · 10 de noviembre de 2010

En el cruce de Menéndez Pelayo y O'Donnell hubo un parque de bomberos; cuando lo derribaron, el Ayuntamiento de la época, dirigido por un personaje llamado Carlos Arias Navarro que llegaría a ser presidente del Gobierno de un personaje llamado Francisco Franco, concedió la máxima edificabilidad al solar y permitió que un grupo de promotores valencianos iniciara la construcción de un ladrillo gris de 25 plantas, llamado Torre de Valencia en su honor. Incluso entonces, en plena dictadura, se organizó un escándalo que estuvo a punto evitarle a Madrid el proyecto de Javier Carvajal Ferrer, homenajeado estos días por algunos de sus colegas. La obra se detuvo, pero como afirma el arquitecto, «una gestión personal ante Carrero Blanco puso fin al debate».

Ése es el contexto del que sin duda es el edificio más odiado por los ciudadanos de Madrid. El franquismo cometió muchos atentados contra la ciudad, pero ninguno como la mancha que afea las vistas de la Puerta de Alcalá y del Retiro; para encontrar algo tan demencial tendríamos que salir por el noroeste y llegar a Cuelgamuros, donde se alza otro armatoste gris, la Cruz de los Caídos, que en esta ocasión afea las vistas de la Sierra de Guadarrama. Sin embargo, soy de la opinión de que ni la una ni la otra merecen dinamita por su origen ni por la simbología que tengan o se les quiera asociar, sino porque su presencia destruye una obra arquitectónica mayor y más bella, la de la naturaleza en San Lorenzo del Escorial y la del ser humano en Madrid.

«La casa debe agradar a todos, a diferencia de la obra de arte, que no tiene por qué gustar a nadie. La obra de arte es un asunto privado del artista; la casa no lo es», escribió Adolf Loos en Arquitectura (1910). Evidentemente, ni hay nada que pueda agradar a todos ni los hechos son tan absolutos ni, por supuesto, existe nada parecido a la objetividad en el debate de la estética, pero la afirmación de Loos es relevante en la contraposición de lo público y lo privado: construir en mitad de un páramo no es lo mismo que alterar rotundamente el casco histórico de una ciudad. Además, la apelación al arte en la arquitectura contemporánea siempre será una hoja de doble filo; en general, un escritor o un pintor no tienen que destruir la obra de otro escritor o de otro pintor para expresar sus inquietudes, pero los arquitectos lo hacen con frecuencia, y difícilmente pueden defender la supervivencia de su obra con argumentos estéticos cuando su obra se levantó sobre la destrucción o la alteración de la obra de otros.

Como bien sabemos, el fin de la dictadura no supuso el fin de los dislates. No han pasado muchos años desde que Rafael Moneo, perpetrador del esperpento pegado a Los Jerónimos, firmó la ampliación del Banco de España sobre los escombros del Palacio de Lorite. Hace unos meses, el TSJM detuvo in extremis y temporalmente el proyecto de la Iglesia católica que iba a destruir la cornisa de las Vistillas. Ahora mismo, el Ayuntamiento sigue con su política de enrasado del entorno con espacios graníticos, vacíos y casualmente grises que ya se han cobrado víctimas como Sol, Callao y la Plaza de las Cortes. Dentro de unos meses, veremos la conversión del Cuartel de Conde Duque en almacén industrial del siglo XIX, esta vez por cuenta del Estado y gracias a la eliminación del revoque que imitaba un despiece de sillares. Todo en el casco histórico. Y a la espera de lo que ocurra con el proyecto de Rafael de la Hoz para el número 48 de la Gran Vía y con el Museo de las Colecciones Reales, de Tuñón y Mansilla, que crece metro a metro bajo el pastiche de La Almudena.

El matrimonio de la arquitectura y la política, tan viejo como inevitable, tiene la complicación añadida de que los tiempos de la arquitectura son mucho más largos que los tiempos de la política: los errores y los aciertos urbanísticos tienden a sobrevivir a sus autores. Pero eso no significa que no debamos corregir los unos y mantener los otros. La Torre de Valencia no sigue en pie por el valor subjetivo de la obra, sino porque los sucesivos Ayuntamientos han decidido que el paisaje de Madrid y cuatro décadas de condena constante y mayoritaria del conjunto de los ciudadanos valen menos que el precio de una expropiación y un derribo. Eso también es política. Concretamente, reaccionaria.

Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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